Cuando mi abuela andaba por los ochenta y algo, le pregunté si le gustaría hacer ese pasito característico de los niños de deslizarse por saltando en un pie y luego en el otro. Ella, quien fue siempre delgada y ágil y podía tocar el suelo sin doblar las rodillas, me contestó: “Claro que si, pero ¿te imaginas lo que pensaría la gente? Me podrían camisa de fuerza para llevarme de inmediato al loquerío”.
Ahora, al acercarme a paso ¡tan rápido! a semejantes alturas del curriculum, a veces me olvido del hecho y no deja de sorprenderme que debamos representar un personaje de acuerdo al incómodo cargamento que llevamos a cuestas.
Ayer, mientras estacionaba el doblemente machucado Tercel cerca de la biblioteca municipal, en el último espacio disponible, se acercó un muy amable facilitador oficial, quien me dio indicaciones con extrema minuciosidad, tratándome de “señorita”. Luego me explicó que tenía en gran estima a sus clientes o conocidos de la cuarta edad.
Y una piensa: ¿es que tanto se nota? Así es, se trata de la realidad y hay que asumirla y seguir representando el papel que nos toca. Cerré la puerta del machucado y me fui caminando más lentamente de lo que hubiera deseado, para no desentonar.