jueves, 30 de junio de 2011
Sólo me queda la cereza del manhattan dulce
y así, sumergida en el alcohol, es cuando vengo a café a
justificarme de alguna manera ¿es que siempre se busca una justificación? Las
últimas gotas de la copa se deslizan suaves, inexorablemente últimas, sin
posibilidad alguna de renovación, porque se sumarán al vino del almuerzo, a la
copa de bajativo - el licor de café - y esta tarde tengo que contar un cuento
ante unos ojos de auditoría destinados a definir el destino de un cursillo de
cuentacuentos con pocos alumnos y si meto más las patas de lo habitual,
capacito que influya en el futuro esplendor del cursillo mentado.
He puesto una foto del muy ordenado bar de una amiga, que
tiene la suerte de tener espacio en su casa para las copas, aunque varias se
entrechocaron en el último terremoto y fuéronse a la cresta de la loma.
Amadeo toca unas variaciones para piano de "La flauta
mágica" y se me va la fantasía a Alemania donde debe andar Fridolín en
Berlin, muy ciudadano él, mientras recuerdo la breve estadía en Munich, cuando
planeaba ir a Dachau, pero tuve cierta piedad de mi acompañante y nos fuimos a
destinos más amables, a un parque donde se hacía surf de acequia, una señora
paseaba a su perro en un coche con toldo, mientras le conversaba, unos chicos
jugaban beisbol en el pasto, verde que te quiero verde, más verde de lo nunca
visto, donde en el restaurant central, tipo picapiedra, unos alemanes
descomunales devoraban pescados desmesurados, blandiendo enormes jarros de
cerveza y los mozos, de pantaloncito corto, cráneos desprovistos y panzas
importantes, deambulaban afanosos entre los trogloditas aquellos. Caminamos
kilómetros en el tal parque intensamente verde hasta que desembocamos en un
sitio civilizado donde bebimos una cerveza fortísima, después de haber
escuchado un trio de balalaikas que nos devolvió a la vida. Recuerdo haber
sufrido un ataque depresivo provocado de tal cúmulo de alemanidad, que sólo
pudo ser exorcizado en un restaurante italiano a orillas del Isar.
Ahora bebo la última, última gota del manhattan, se acercan
las dos de la tarde y no queda más remedio que marcharse de este café, que ya
me está pareciendo un confesionario.
Saludos cordiales a quien se atreva a pasar por aquí a la
hora que sea.