En un lugar del centro de Santiago, de cuyo nombre.....no
precisamente, pero ocurre que el lugar está ahí todavía, es posible que la
cáscara se muestre aún, pero los usos cambiaron. Se trata de un pasaje que une
las calles San Antonio y Huérfanos y a medio camino estaba el mínimo teatro
Teatro del Ángel. Al pasar se podía ver en la boletería vendiendo entradas al
joven y entusiasta Lucho Barahona a quien recuerdo vagamente como compañero en
alguna escuela de teatro de cuyo nombre no estoy cierta, si era de la SATCH o de la U. de Chile.
Antes de eso, funcionaban en el subterráneo las academias
del escultor Totila Albert, del pintor Kurt Herdan y del actor Teodoro Lowey.
Tanto rodeo para destacar un mínimo detalle. En el taller de Totila se podían
tirar las colillas al piso de baldosas rojas y nadie reclamaba. A la mayoría de
fumadores, deshacerse de los restos de tal manera producía una exultante
sensación de libertad. Como todo es relativo, también se trataba de una
libertad relativa, porque si hubiera sido chipe libre eso de usar los suelos de
cenicero, se habría transformado el fumar en una pura cochinada. ¡Ufff! Como
era excepcional, el asunto se volvía notable. No puede negarse que acertarle a
los minúsculos ceniceros como aquellos pegados a una banda que atravesaba los
brazos del sofá, era materia de motricidad fina. En consecuencia, es bueno
sentir libertad como escape en un medio lleno de restricciones. Ahora fumar
se ha convertido en un delito y los viciosos se esconden en los baños de los
teatros en los intermedios para respirar un poco de la perdida libertad
restringida con variadas y horripilantes amenazas de muerte envenenando los
envases. Es como el memento mori que a los pobres niños les arruinaba el día.
Así nos pasábamos la infancia entre latines, desde el memento aquel, hasta el
carpe diem.