Los prójimos que hayan arribado a la cuarta edad, recordarán
las navidades de aquellos remotos y nebulosos tiempos de escasez, cuando los
regalos eran sólo para los niños y los pinos de Navidad eran ramas de
auténticos y sufridos árboles que se mutilaban para la ocasión, pero su perfume
perduraba por algunos días y era tan agradable. Eran adornados con coloridos
globos de vidrio, cuya vida no era larga por ser en extremo delgados. Colgaban
también galletas de jengibre y chocolates. Además, no se usaban luces de
colores, sino simplemente, pequeñas velas que se agregaban a los extremos de
las ramitas. El mismo día 24 se encendían solemnemente para inaugurar la
festividad. En ocasiones, se producían incendios por alguna ráfaga de aire
indiscreto o por alguna peligrosa cercanía a las guirnaldas de papel.
En la vieja casa aquella, se armaba el árbol a un costado de
la escalera y alcanzaba, por lo menos, los dos metros de alto o más. Como era
de suponer, cierta vez se incendió causando gran alarma y en lo sucesivo, se
prefirió armar un simple arbolito artificial y sin velas, causando la
correspondiente desilusión infantil.
Por primera vez, este año no he visto las calles llenas de
ramas de pino en oferta. Por un lado es un alivio al ver que la tala ilegal de
coníferas ha sido detenida, pero se echa de menos el aroma intenso que
exhalaban esas ramas vivas que recordaban un rito más antiguo que el
cristianismo y sobreviviente al tiempo.