“Lo siento mucho pero, a estas alturas de mi vida, yo ya no voy a cambiar”. Una frase comodín, repetida hasta la saciedad por personas impuntuales, desordenadas, infieles. Una excusa recurrente esgrimida por aquellos que hacen algo mal, pero que se refugian en su edad para desterrar cualquier intención de remediar sus faltas. Porque si un amigo llega tarde o si un compañero de piso deja los calcetines sucios en medio del salón, pobrecitos, qué van a hacer ellos, no lo pueden evitar. ¿Que por qué no cambian? Porque no pueden, porque “son así”. Y punto. Pero de eso, nada. Un estudio de la Universidad de Edimburgo (Escocia) ha constatado que la personalidad no es tan estable e inamovible como mucha gente piensa. Que la forma en la que cada uno se relaciona con su entorno y la manera en la que actúa en su contexto varía, y mucho, con el paso del tiempo. Para bien y para mal. Así que la excusa queda, ahora más que nunca, en entredicho.
Y este no es un estudio cualquiera. Está considerado el más largo de la historia, porque escribió sus primeras páginas en la Escocia de 1950, cuando un grupo de investigadores pidió a las maestras de una escuela que analizasen la personalidad de 1208 niños de 14 años. Los adolescentes contestaron cuestiones relacionadas con su confianza en sí mismos, su perseverancia, su conciencia, su originalidad, su ambición y sobre la estabilidad de sus cambios de humor. En 2012, 62 años después, el equipo de científicos del doctor Matthew Harris retomó los análisis y buscó a aquellos niños, convertidos en personas adultas, para repetir los test de personalidad. 174 de ellos, con el pelo hoy lleno de canas, se prestaron a la segunda vuelta. ¿El resultado? Sus niveles de autoconfianza, de perseverancia, originalidad y deseos de aprender no eran ni sombra de los que se constataron en su niñez. En conclusión, la personalidad cambia, y mucho, con el paso de los años.