Después de algún tiempo de tratar de ejecutar el salvamento y de agotar todos los recursos sin poder transferir a un solo hombre, el capitán del remolcador «Carlot», André Ruyg, de cuarenta y dos años de edad y creyente en Dios, hizo lo que para un capitán era insólito. Pidió ayuda divina: «¡Dios mío —rogó—, ayúdanos! Sólo tú puedes calmar este vendaval.»
De repente los vientos comenzaron a calmarse y las inmensas olas perdieron su furia. El salvamento pudo llevarse a cabo, y aunque el pesquero «Briz» se hundió, no pereció ninguno de los marineros.
Las batallas del hombre contra el mar tienen siempre acentos épicos. ¡Es tan grande el océano y son tan pequeños los barcos! ¡Son tan altas las olas y tan frágiles los cascos! Por eso el marinero sabe clamar a Dios, y al igual que en aquella célebre tormenta en el mar de Galilea de dos mil años atrás, Jesús viene en auxilio caminando sobre las olas.
Aprendamos a orar. No es cuestión de aprender ciertos rezos ni oraciones redactadas de cierto modo, sino de establecer una relación permanente con Dios. Practiquemos la presencia de Dios. Vivamos con la línea de comunicación abierta. Que nunca haya un momento en que no estemos en contacto con Dios.
Si no tenemos una relación con Dios, entablemos una sin demora. Si hemos cortado la relación que teníamos, comencemos desde este momento a restablecerla. Así, pase lo que pase, en medio del dolor podremos clamar con la seguridad de que Dios nos está escuchando.
Jesucristo desea ayudarnos en todas las tragedias de la vida. Él puede reprender los vientos y calmar las olas. Lo único que tenemos que hacer es expresarle nuestro temor y esperar con fe en la respuesta. Cristo dijo: «»Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre» (Mateo 7:7?8)