Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré y engrandeceré tu nombre y serás bendición. Génesis 12:2.
Interesante promesa: “serás padre de una gran nación, pero no tienes hijos, tu esposa es estéril y tienes muchos años de edad”.
Le repiten la promesa años después, casi a punto de cumplir cien años, y la situación sigue igual, pero esta vez las imágenes son más fuertes. “tu descendencia será como las estrellas del cielo y como la arena del mar”.
“¿Qué le pasará a Dios? –se habrá preguntado Abraham en más de una ocasión. ¿Se estará riendo de mí? ¿Me estará probando para ver mis reacciones? ¡No entiendo nada!”
Así fue. No había nada humano en el cumplimiento de la promesa a Abraham. No había óvulos ni periodo menstrual que pudieran asegurar que de Sara vendría el hijo de la promesa. El tiempo era su peor enemigo. La vejez, las arrugas, los dolores y el sepulcro a pocos pasos.
Allí impávidos, impotentes, débiles, se tomaban de la mano cada día y trataban de contar los granos de arena de algun puñado que tomaban de la ribera de algun arroyo.
Por la noche, con sus manos entrelazadas, se imaginaban en cada estrella el rostro de uno de sus hijos. Juntos, contaron más de una vez hasta mil, mil quinientas noventa y nueve, y tal vez les seguía pareciendo increíble. Pero se daban fuerza. Creyeron y les fue contado por justicia.
Se equivocaron muchas veces, se rieron incrédulos, se adelantaron al plan divino e incluso quisieron echarle una mano a Dios para que el plan fuese adelante. Se deprimieron, se desesperaron, buscaron pruebas humanas, razones lógicas y no las hallaron.
Pero la promesa estaba ahí: nación grande, nombre grande, gran bendición. Solo tenían que elevar su mirada al cielo por la noche y ver lo que nadie más podía percibir.
Hoy, contempla el cielo o el mar. La promesa se cumplirá, aunque no haya razones lógicas para creer. ¿te parece imposible que suceda? ¡vas bien! Dios empieza a actuar precisamente así, porque lo imposible para el hombre es posible de Dios.
Bendiciones, Ximena
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