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La Navidad de un solitario
Cuento de Navidad de Enrique Arenz
Los milagros de Navidad existen. Pueden pasar años en nuestra vida sin que nada excepcional nos ocurra, pero alguna vez nos cruzaremos con el ángel que ha venido expresamente a ayudarnos. Lo peor que podría ocurrirnos es que, por escépticos o por distraídos, no lo percibamos y lo dejemos pasar de largo. Por mi oficio he escuchado muchas historias de Navidad y puedo asegurar que los milagros son reales y suelen producirse durante la semana previa a la Nochebuena. Si estamos atentos y lo deseamos con ardiente vehemencia, inesperadamente, en esta Navidad o en cualquier otra, alguien nos mirará a los ojos y lo reconoceremos. ¡Los seres sobrenaturales siempre se manifiestan así!
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Yo era un solitario de esos que perseveran. Perdí a mis padres hace años, no tengo hermanos y le venía escapando al matrimonio. Buenos amigos, muchos; noviecitas, algunas, y siempre por poco tiempo. Pero no piensen en un sujeto retraído, huraño, sino tratable y jovial, que simplemente quedó solo y le gustó seguir así. Claro, con el paso de los años (ya iba para los cuarenta y siete) apagás el televisor y el silencio te agarra por el cogote.
¿Y qué acontecimiento se ocupaba de recordarme año tras año mi deuda con la vida? Acertaron: la llegada de diciembre, el nostálgico e impiadoso diciembre, el mes enemigo de las almas solitarios.
Pasé algunas vísperas de Navidad en casas de amigos, pero en medio de ese clima casi mágico que reúne a las familias en la noche más importante del año, me sentía como un intruso, un pobre desgraciado a quien se invita por lástima. Por eso desde hacía ya cinco años venía rehuyendo tales piadosos cumplidos.
Pero alguna estrategia tenía que pergeñar para zafar de esa noche tan demandante de calor familiar. Y entonces, a pesar de que yo ya no me consideraba un creyente, pues para mí la Navidad era tan sólo una hermosa leyenda que me retrotraía a los felices días de mi privilegiada infancia de hijo único, tomé por costumbre ir a la Misa de Gallo todos los 24 de diciembre. Y cuando el niño Jesús era llevado al pesebre junto a María y José, momento deslumbrador, seas o no creyente, ¡cómo renacían en mi corazón esas lejanas exaltaciones! Después a dormir, con el alma sosegada y el alivio de haber dejado atrás otra Nochebuena.
Durante años cumplí esa rutina, pero la última Navidad fue diferente: ocurrieron cosas inesperadas, sucesos tan tenues y evasivos que nunca pude comprender, pero que tuvieron consecuencias decisivas sobre mi vida. Yo venía de una mala racha. Entre otros sinsabores había perdido a una buena chica que se negó a ocupar un casillero secundario en mi cuadriculada vida. Era la primera vez que una mujer me daba el esquinazo, y por mi orgullo lastimado fui incapaz de llamarla. Pasó el tiempo, y una tarde ella me ve en compañía de otra mujer. Me avergüenza confesarlo, pero lo disfruté como una revancha; pude agarrar el teléfono y aclararle muchas cosas, pero no hice nada, dejé que ese montoncito de azúcar se disolviera bajo el aguacero.
Esa Nochebuena, con el desaliento mordisqueándome las hilachas, llegue a la iglesia mas temprano que de costumbre. Caminé un poco por el templo casi vacío. En un ábside lateral, todavía en penumbras, habían montado la gruta de Belén. Las estatuillas de María y de José estremecían el alma con su postura de silenciosa y reverente contemplación del pesebre vacío.
Cuando me cansé de dar vueltas me senté a esperar la misa.
(Luisina, se llama; mi ex novia, la que me dejó. Hubiéramos pasado esa Navidad juntos... )
Fue en ese momento cuando reparé en el chiquito. Tendría ocho o nueve años, vestía bermudas, una remera blanca con rayas azules y zapatilla deportivas. Rezaba solito, arrodillado en el extremo de uno de los largos reclinatorios, más o menos por la mitad de la iglesia. Un perrito blanco con manchas marrones tipo terrier estaba echado junto a él. Es común que en ese templo entren y salgan perros, incluso perros callejeros, porque el párroco dice que ellos también son amadas criaturas de Dios. Me gustan los chicos y adoro a los animales, por eso tuve el irresistible impulso de sentarme cerca de ambos.
—Qué lindo perrito, ¿es tuyo? —dije amistosamente cuando el niño interrumpió sus oraciones para vigilar al animalito. Me miró con timidez.
—Es perra —me aclaró—; no es mía, pero somos amigos, me sigue a todas partes. Acarició a su compañerita y siguió orando. Yo permanecí sentado en silencio. En eso veo a una mujer joven, morena, de ojos negros llamativamente tornasolados, que avanza por el pasillo y se arrodilla a pocos metros detrás de nosotros. Su cara y sus ojos (después supe por qué) me resultaron inquietantemente familiares. Estaba entrando gente, y un grupo de mujeres había comenzado a rezar el Rosario.
De pronto el murmullo de las plegarias es interrumpido por una voz de mujer que grita:
—¡Kiara!
Todos nos dimos vuelta sobresaltados. Era la mujer que yo había visto segundos antes. La perrita del chico saltó como un resorte y luego de un momento de vacilación corrió hacia la mujer que la alzó y la abrazó.
—La perdí hace una semana —explicó a los sorprendidos feligreses—; ¡y la vengo a encontrar aquí!
—Este chiquito la estuvo cuidando —le dije a la mujer, de puro entrometido. El chico, pobre, había quedado inmóvil, mirando a la perra y a su dueña con la extrañeza marcada en su carita triste.
—Vení —lo llamó la mujer—, ¿cómo te llamás, mi amor?
—Lucas —el niño señaló a la perra y aclaró—: Hace tres días que está conmigo, comenzó a seguirme... Le di de comer, eh.
—¿Con quién estás? —pregunté.
—Soy el monaguillo que va a ayudar al padre esta noche.
—¿Y tus papás? —preguntó la joven.
—Vivo en el hogar que dirige el padre... Nos miramos con la mujer. Ella, sin quitarme los ojos de encima (ojos que atravesaban), continuó:
—Mirá, Lucas, vos te habías encariñado con Kiara y no es justo que dejes de verla. Así que, si el padre te lo permite, me gustaría que la visites en mi casa y la saques a pasear.
—No sé... —. El chiquito, ruborizado, miraba el piso.
Volví a intervenir:
—Aceptá la invitación, Lucas. La perrita también se encariñó con vos.
Como si hubiera entendido, Kiara se separó de la mujer y se sentó expectante frente a Lucas con las orejitas paradas. ¡Vieran esa escena! Lucas sonrió de una manera... les aseguro que esa sonrisa me apretó el corazón. Se arrodilló y abrazó amorosamente a la perrita.
—Mirá —dijo la mujer visiblemente conmovida—, yo tengo una casa grande y necesito que me ayuden en muchas cosas, entre ellas atender a Kiara y jugar un poco con ella, si vos te animás, podrías venir todos los días un par de horas. Por supuesto vamos a convenir un pago por los trabajos que me hagas.
—Si usted quiere hablar con el padre... —sugirió Lucas.
—Bueno, vamos a verlo ahora mismo. Llevame con él. ¿Quiere venir con nosotros, señor?
La proposición me tomó desprevenido, y contesté torpemente que no, pero reaccioné enseguida y le dije a la mujer que, en todo caso, si luego no nos veíamos, que le dejaba mi tarjeta con mi teléfono, y que me gustaría saber qué pasó con el chico y la perrita, y que contara conmigo si yo podía colaborar en algo...
La joven miró mi tarjeta, la guardó sin decir palabra, volvió a examinarme detenidamente con sus ojos negros tornasolados, como si..., no se, como si tuviera algo pendiente conmigo, y se fue con Lucas y la perra hacia la sacristía.
Me senté a esperar la misa. La Iglesia ya desbordaba de fieles, los niños del coro y el organista iban ubicándose en sus lugares.
No volví a ver a la mujer; al chico sí, cuando salió junto al sacerdote. Después también lo perdí de vista.
A las doce en punto, con el rebato de las campanas y las dulces voces de los ángeles que entonaban el Gloria in excelsis, se apagaron las luces y se encendieron decenas de velas cuyas llamitas, temblorosas como nuestras incontenibles lágrimas, alumbraron el sencillo y a la vez imponente traslado del niño Jesús hasta el pesebre.
Cuando la misa terminó, todos desfilamos por el sagrado portal para ver al recién nacido.
Y aquí ocurrió lo asombroso, algo digno de una Nochebuena de un cuento de Dickens. Acaso influyó el reflector que ahora iluminaba el Retablo. Jesús ocupaba su humilde cuna, José lo contemplaba pensativo, pero la virgen María, que, según me había parecido momentos antes, miraba también hacia la cuna, tenía ahora la cabeza... como levemente erguida, y sus ojos negros tornasolados me observaban de soslayo. Y entre las figuras de yeso que completaban la representación, había una muy pequeña, tanto que casi pasaba inadvertida entre la paja y las piedras del piso, la de un terrier blanco con manchas marrones echado al lado de la Virgen.
Me dirán que esas coincidencias no tienen nada de extraordinarias, y que mis impresiones bien pudieron ser el efecto de mi prolongada soledad. Tal vez, pero les aseguro que al salir de la iglesia yo ya no era la misma persona. Sentía que había ocurrido algo, y presentía que ese algo aun no había terminado. Esa noche casi no pude dormir. Me levanté con los primeros rayos del sol y salí a caminar por una ciudad fantasma. ¿Han salido a la calle una mañana de Navidad bien temprano?
Cuando regresé a casa, ya cerca del mediodía, encontré el mensaje en el contestador.
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