Me estaba preparando para el ministerio y empezaba un nuevo curso en la universidad. En un examen médico de rutina, el doctor observó que mi corazón latía de forma irregular. Pero no dijo nada más y yo no me preocupé.
Al cabo de algunos años fui a visitar al que fuera mi compañero de habitación en la universidad. Se había especializado en medicina interna y me invitó a su consultorio para hacerme una prueba de esfuerzo. Cuando la prueba terminó, me dijo que padecía fibrilación atrial -o auricular-, lo que provoca un ritmo irregular en el latido. El resultado es que las aurículas, las cámaras superiores del corazón, no pueden vaciar todo su contenido en los ventrículos, las cámaras inferiores; lo que, en última instancia, significa que corro el riesgo de sufrir una embolia cerebral. El riesgo es pequeño, pero no deja de ser un riesgo.
Me sugirió que tomara un medicamento que me diluyera la sangre. Esto reduce enormemente la posibilidad de desarrollar un coágulo que podría paralizarme o costarme la vida. El anticoagulante se llama warfarina. Es un compuesto desarrollado originalmente para matar ratas. A veces, bromeando, digo a la gente que cada día tomo mataratas. Imagínese su reacción. Pero no se preocupe por mí. Cada día tomo la medicina y, una vez al mes, me analizan la sangre para asegurarse de que tiene la fluidez correcta.
Realmente, somos unas criaturas extraordinarias. Ocho semanas después de la concepción, cuando el embrión mide solo dos centímetros y medio, el corazón ya está completamente desarrollado. Incluso antes, hacia la cuarta semana de gestación, ya empieza a latir un corazón rudimentario. A partir de entonces el corazón late 100.000 veces al día, 35 millones de veces al año y un promedio de 2.500 millones de veces a lo largo de toda la vida.