Era una carta sencilla y sincera, una carta de amor. Tan pronto como llegara a su destino, esa carta haría felices a dos personas: a Alcyra Almeida, que la escribió, y a Benjamín Soares, el destinatario.
Lamentablemente, a Idaír Almeida, la hermana de Alcyra, se le olvidó echar la carta en el buzón, y la carta nunca llegó a su destino. Treinta años después encontraron la carta en un cajón, cuando Alcyra y Benjamín ya eran viejos.
Si la carta hubiera llegado, ellos se habrían casado. Como no llegó, los dos vivieron amargados y desilusionados. Benjamín pensó que Alcyra no lo amaba, y Alcyra pensó que Benjamín no tenía interés en ella.
Una carta que no llega, una palabra que no se pronuncia, un mensaje o recado que no se da, a veces puede causar graves trastornos, provocar una tragedia o marchitar dos vidas para siempre, como fue el caso de Alcyra y Benjamín, de São Pablo, Brasil.
Muchas veces una grave desavenencia entre novios, o lo que es peor, entre esposos, no se soluciona porque nadie se atreve a pronunciar una palabra que, a pesar de ser breve y sencilla, cuesta trabajo sacar de los labios: «Perdóname.» Esa sola palabra vale más que millares de otras, y puede lograr mucho más que todo un discurso florido. Pero para pronunciarla, tenemos que deponer nuestro orgullo, hacer a un lado nuestra terquedad y escribir la carta que reconcilia, o hacer la llamada telefónica que restablece, o decir la palabra que reconforta. La alternativa es no hacer nada; sólo que, cuando no hacemos nada, tampoco resolvemos nada.
Ahora bien, si no hacemos nada es porque nos conformamos con creer lo peor, aun cuando no tengamos fundamento para eso, como hicieron Alcyra y Benjamín; o porque estamos convencidos de que nuestras palabras o acciones no nos servirán de nada, como pensó Judas Iscariote después de traicionar a Jesucristo. Lo cierto es que ninguno de esos motivos justifica la falta de acción. Pues no ganamos nada en absoluto con creer lo peor acerca de los demás, como tampoco ganamos nada con creer, como Judas, que todo está perdido. Lo más trágico del caso de Judas no es que traicionó a su mejor amigo sino que, al igual que Simón Pedro después de negar a Cristo, pudo haberse arrepentido, haber pedido perdón y haber sido restaurado en lugar de suicidarse y echarlo todo a perder.
Así que no importa si tenemos o no la culpa de lo sucedido. Lo que importa es que hagamos lo posible por superar todo obstáculo. Si nos cuesta trabajo reedificar los puentes rotos, pidámosle esa fuerza a Dios. Él nos puso el ejemplo al enviar a su Hijo Jesucristo a morir por nosotros en una cruz, que es el puente que construyó para reconciliarnos consigo. Pidámosle que nos dé el ánimo, el deseo y el valor de enviar esa carta que hace falta.
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