Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” Deuteronomio 6:5
En estas palabras dirigidas al pueblo de Israel, leemos lo que tiempo atrás Dios mismo había ordenado para que fuera ley para sus hijos. Israel había vivido en Egipto durante más de 400 años. Y muchos de esos años, como esclavos, sin derechos y sin ninguna libertad. Cuando aquellos israelitas decidieron acordarse de su Dios, el Único y Verdadero, El Señor envió al mismo Moisés y a su hermano Aarón, como los líderes visibles de su plan libertador. La misma Biblia nos relata en el libro del Éxodo, la tremenda manera en que esa liberación se realizó. Allí leemos con lujo de detalles, como fueron enviadas, para quebrantar el orgullo del faraón y de todo Egipto, las diez plagas que se transformaron en un azote imposible de ser soportado por aquel pueblo opresor. Luego de la última y más mortífera plaga, finalmente faraón, sin ningún margen para impedirlo, accedió muy a su pesar a que Israel se marchara como un pueblo libre. ¡Tremenda liberación hecha por la tremenda mano de Dios! El único que podía darles la libertad era Dios mismo. Su Dios. Y a Él le debían eterna gratitud. Es por eso que El Señor pone, como condición excluyente para relacionarse con sus hijos, esta cláusula: Amarle con todo el corazón, con todas las fuerzas y con toda el alma. Cuando Jesucristo vino a este mundo lo hizo para traer libertad a los hombres que vivían bajo el yugo opresor del pecado. En la cruz del calvario y su posterior gloriosa resurrección, rompió definitivamente las cadenas con las que el diablo esclavizaba a la humanidad.
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