La fe es un ejercicio de confianza: confío en que Dios, el Ser Supremo, perfecto, Todopoderoso, que me creó por amor, quiere lo mejor para mí y está dispuesto a dármelo. La fe es confiar en que todo lo que me parece imposible, para Dios es posible y puede realizarlo y dármelo.
Dios es Padre, y nosotros le pedimos cosas como los hijos que somos. Sin embargo, Dios, al igual que un padre, sabe qué cosas hacen bien a sus hijos y cuáles no, aunque sus hijos no se den cuenta en ese momento. La fe es confiar plenamente que las cosas malas que Dios “permite” que pasen y que nos superan, que nos entristecen, que nos enojan con él y nos llevan a cuestionarlo, tienen un por qué que probablemente comprenderemos algún día, cuando veamos que esa tribulación por la que pasamos rindió frutos buenos más adelante. La semilla tiene que ser enterrada y pasar momentos de oscuridad para tomar fuerza y poder dar flores y frutos. Y los árboles, en invierno, pierden las hojas y soportan desnudos el frío para poder renacer en primavera y seguir creciendo.
A esto se refiere el Evangelio cuando dice: “sean como niños” (Mateo 19, 14). En el mundo somos adultos, pero ante Dios, somos como niños: por nuestra naturaleza humana no tenemos la completa comprensión de las cosas que tiene él, y por eso no nos queda más salida que confiarnos a sus manos. Es saludable que hagamos berrinches cuando algo no nos gusta, cuando nos sentimos angustiados, tristes. Es saludable que en esos casos nuestra oración sea de reproche. Lo importante es que exista oración, conversación con él, y no un “Dios me abandonó, ya no creo en él”. Es bueno que sea una oración enojada, decírselo a él, como el chico que hace capricho con su padre: “¿Por qué Señor me pasa esto? ¡Me siento tan disgustado! ¡Me siento tan abandonado!”. Porque Dios está ahí y nos escucha.
Sin embargo somos adultos, y después de la natural descarga de furia, lo más saludable es buscar la serenidad, y continuar la oración: “pero yo sé, Padre, que estás a mi lado; yo sé que siempre quieres lo mejor para mí, y confío en que todo se solucionará de acuerdo a tu voluntad, porque tu voluntad es que vivamos bien, que podamos crecer. Confío Señor en que esta prueba me va a ayudar a crecer y que tarde o temprano entenderé por qué pasó lo que pasó. Te entrego mi problema, pongo en tus manos esta persona, porque confío en que vas a tener la mejor solución.” Cuanto más crezcamos en la confianza, haremos menos berrinches y nos entregaremos directamente con más facilidad.
Lo esencial es que efectivamente dejemos todo en manos de Dios. No enroscarnos con los pensamientos, no tratamos de solucionarlo nosotros (o al menos, hacer el esfuerzo por lograrlo). Pero como somos humanos y no podemos con nuestro genio, siempre los pensamientos vuelven. Que eso no te desanime. Cada vez que la preocupación reaparezca en nuestra mente repetimos: “Señor, pongo en tus manos este problema, esta persona, esta situación, para que vos te encargues. Tengo confianza en que tu voluntad será lo mejor para todos. Librame Señor de la impaciencia y acompañame en mis tareas cotidianas. Gracias por ocuparte de mis cosas, porque sabiendo que te estás encargando me siento mucho más tranquilo”.
Cada cual encuentra las palabras que le nacen. Esto es como una conversación, y probablemente cuando tenemos un problema que nos preocupa mucho la charla con Dios sea casi un continuo, pero es saludable que así sea y poco a poco nos iremos serenando. La clave es que esas palabras salgan de corazón y estén asentadas en una verdadera confianza en Dios; y que podamos reconocer que Dios está allí con nosotros y podamos decirle: “gracias por acompañarme a comprar, gracias por tu presencia; saber que estás conmigo cuando cocino, cuando estudio, me tranquiliza; gracias por darme concentración en esta tarea. Te doy gracias por esta tarea que realicé en tu compañía, ¡mirá que bien que me salió! Todo porque sé que vos te estás ocupando de mi problema”. Y así.
La confianza en Dios no nace de un día para otro, se ejercita. Es compleja porque estamos acostumbrados a la omnipotencia, y nos cuesta aceptar que hay cosas que no podemos resolver. Por eso, es una tarea cotidiana en la que hay que perseverar aunque sintamos que no tenemos resultado. A la larga, a veces antes, a veces después, llegamos al momento en que nos sentimos tranquilos y en paz pese a los problemas que nos rodean: esa calma nos muestra que la confianza dio fruto en nuestra vida y que por fin estamos dejando que Dios se ocupe de los asuntos que nos sobrepasan.
Copyright©2008.Webset--Alma Irene designs All rights reserved
|