“Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora” Mateo 15:28
Esta es la historia de una mujer cananea, o sea, una mujer gentil que no pertenecía al pueblo de Israel, quien se acercó al señor Jesús rogándole sanara a su hija gravemente enferma. El propósito del Maestro era enseñarle a sus discípulos y al resto de los judíos, que su misión redentora no estaba limitada solo al pueblo elegido. Su misión salvadora era para toda la humanidad. Como una manera de probar la fe de aquella mujer, El Maestro, en una actitud muy poco frecuente en Él, aparentó rechazarla bajo el argumento que tales milagros no estaban a disposición de una extranjera. Pero la mujer, con palabras llenas de esperanza y fe, no se sintió despreciada sino, por el contrario, siguió insistiendo con su pedido. Al fin y al cabo, había llegado hasta el mismo Jesús con una gran necesidad y no estaba dispuesta a rendirse fácilmente. La vida de su hija bien valía soportarlo todo. Ante esa maravillosa demostración de confianza, Jesús, no sin antes elogiar públicamente su fe, concedió la respuesta y la niña fue sanada por Dios en aquella misma hora. Así, el triple propósito de aquel milagro, se cumplió con creces. Sanada la niña, recompensada la fe de su madre y enseñados todos los judíos sobre la universalidad del amor y el perdón divino. Vivimos en una época en que se pretenden resultados inmediatos. Se aspira a la retribución sin el esfuerzo que le anteceda. Todo es tan vertiginoso y veloz que la cultura actual promueve el “siembre ahora y coseche al minuto”. No podemos cometer ese error en nuestras oraciones a Dios. Aprendamos de la mujer cananea, quien se mantuvo junto a Jesús hasta que recibió respuesta a su pedido.
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