El levanta del polvo al pobre, Y al menesteroso alza del muladar, Para hacerlos sentar con los príncipes, Con los príncipes de su pueblo” Salmo 113:7 y 8
La lectura de los salmos es una verdadera medicina para el alma. Es como un oasis refrescante en medio del rigor del desierto. Los salmistas, siempre movidos y dirigidos por Dios mismo, reflejaban con una prosa íntima y humana el carácter amoroso de Dios y también los distintos estados de ánimo que una persona puede experimentar. Allí leemos la seguridad en la ayuda de Dios, su socorro oportuno en los momentos de mayor peligro, su poder salvador ante el inminente desastre y tantas otras cosas más. Pero por sobre todas las cosas, los salmos son fiel reflejo del poder y el gran amor que Dios tiene por sus hijos. En este que acabamos de leer nos encontramos con otra faceta del carácter y la naturaleza del Creador. Y es el de un Dios justo, no según la deformada óptica de la justicia humana, sino la de su propia justicia. Y es que cuando hablamos de la justicia humana nos topamos con la “injusticia” de la misma. Vivimos en una sociedad en que los poderosos no solo gozan de la impunidad que el dinero y la posición les dan, sino, por el contrario, aquellos que nada tienen, los desposeídos, son los que muchas veces pagan los platos que otros rompieron. Pero Dios es quien se encarga de corregir y reparar esta “injusticia de los hombres”. A Él no lo compramos con dinero, no necesitamos mover influencias para ser recibidos ante su trono. A Dios no lo impresionamos con diplomas y credenciales. Y cuanto más, si la pobreza es la espiritual, esto es, aquellos que sufren humillaciones, que son dejados de lado, que sufren desprecio, aquellos que nunca alzan la voz ni siquiera para defenderse de tanto atropello. A todos ellos Jesucristo les tiende su mano de amor.
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