La angustia es, en su esencia, un problema que tiene sus orígenes en la falta de fe. De hecho, en medio de su enseñanza Cristo insertó la frase «Oh, hombres de poca fe» para que quedase absolutamente claro que las preocupaciones delataban falencias espirituales.
Esta afirmación es una que nos cuesta aceptar como seres humanos. Estamos tan acostumbrados a concentrarnos en las circunstancias que producen en nosotros preocupación que hemos llegado a creer que ellas son las culpables de nuestra situación. «Si yo me encontrara en una situación diferente a la presente» nos decimos, «por supuesto que no estaría angustiado; la verdad es que ninguna persona normal podría sobrellevar esta realidad sin estar preocupado.»
De este modo nos hemos convencido de que el problema yace fuera de nosotros. En realidad, sin embargo, la preocupación no revela el grado de dificultad de lo que nos ha tocado vivir, sino la poca habilidad que tenemos para manejar espiritualmente los obstáculos y contratiempos que la vida nos presenta en forma constante. La preocupación no aporta ninguna solución para la situación particular que nos enfrenta. En el texto de hoy Jesús añade una observación adicional a la exposición que está realizando del tema. «¿Y quién de vosotros podrá, por mucho que se angustie, añadir a su estatura un codo?» (v. 26).
La preocupación no solamente delata una falta de fe, sino que es una actividad cuya productividad es inexistente. La preocupación no cambia absolutamente en nada las circunstancias que la provocaron. Por estar preocupados no llegará más rápido el bus que nos tiene que llevar al trabajo. Por estar preocupados por las cuentas no ingresará a nuestro hogar más dinero. La situación de nuestros países no cambiará como resultado de la preocupación colectiva de sus habitantes. Es decir, la preocupación no aporta ninguna solución para la situación particular que nos enfrenta.
La preocupación, en cambio, sí tiene efectos sobre la persona que la permite. Lleva a que las relaciones con otros se contagien de la misma angustia que la tiene atrapada. Los reproches y la impaciencia se manifiestan en la comunicación.
Considere, por ejemplo, la angustia que sentían los discípulos en medio de la intensa tormenta que enfrentaron en Marcos 4. La profunda ansiedad les llevó a despertar a Jesús para acusarlo de ser poco sensible a las necesidades que ellos tenían. Recordará que en aquella ocasión él también los reprendió por su falta de fe. Piense también en el mucho afán de Marta, cuando Cristo visitó su hogar. Su preocupación se desbordó en un reproche hacia su hermana María; pero aun más importante que esto, acusó al Señor de tener poco interés en su situación personal.
El Señor nos invita a estar ocupados en los desafíos que enfrentamos a diario, no preocupados. Podemos dedicarle a estas actividades nuestro tiempo y nuestra atención, pero no rendiremos nuestra paz a las circunstancias. Esta es nuestra herencia en Cristo Jesús. Sabemos quién gobierna nuestras vidas y también las situaciones que nos toca vivir. Con actitud de firmeza nos resistimos a la tentación de preocuparnos porque no lograremos nada con ello.