Es un zumbido que arrulla, que calma los nervios, que ayuda a dormir; a dormir cuando se puede, cuando las penas también se duermen. El lecho es de tierra; el techo, de cemento. Si es verano, hace calor; si es invierno, hace frío.
«Aquí la noche se hace eterna —dice Nazario Marengo—, y el miedo a que alguien nos mate no desaparece nunca. Cuando un automóvil de la policía pasa sobre el puente —continúa—, el terror se hace más grande.»
Habiendo fracasado en la vida, Marengo no halla más refugio que el que hay debajo de los puentes, junto con otros cincuenta mil desamparados que habitan en la misma zona. Este hombre vive en Los Ángeles, California. Pero así mismo podría vivir en Buenos Aires, o en México, o en Caracas, o en Bogotá, o en Nueva York, o en Roma o en París. Porque este hombre es uno de los muchos desamparados.
Y son millones. Millones de hombres, de mujeres, de adolescentes y de niños que han perdido ya toda fe. No quieren ni siquiera seguir viviendo.
¿Qué esperanza hay para estos millones? Los gobiernos proveen algo de ayuda, pero es escasa. Las iglesias y las sociedades benéficas también ayudan, pero no es suficiente.
Humanamente no hay solución. El problema consiste en dos cosas: una, la falta de personal y de recursos para suplirles a tantos lo que necesitan; la otra, la tremenda enfermedad mental de esos desamparados que no les permite cambiar su condición. Algo ha muerto dentro de ellos y ya no pueden levantarse.
¿Significa esto que es esperanza muerta? Algunos han descartado la respuesta espiritual —es más, se burlan de ella—, pero la verdad es que la solución espiritual es la única que llega al corazón del problema.
Cuando una persona pierde toda esperanza, necesita ser levantada. Es más que comida lo que necesita. Lo que hay que hacer es corregir la condición del enfermo. Y se trata de dos enfermos: el que no quiere desprenderse de lo suyo para dar ayuda, y el que por ya haber perdido la esperanza, no puede, ni cuando hay ayuda, levantarse de su situación.
Para los dos casos Cristo es la respuesta. Sus palabras son poderosas: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Esa es la solución. El que se somete al señorío de Cristo recibe la motivación que necesita, tanto para ayudar a otros como para levantarse y vencer sus propias decepciones. Hagamos de Cristo el Señor de nuestra vida. Dios suplirá nuestras necesidades. No desconfiemos de la gracia de Dios. Él será nuestra solución.
Hermano Pablo
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