Empezó a lloviznar y al poco rato los relámpagos iluminaban la ciudad entera haciendo parecer que amanecía.
Más adelante los truenos empezaron a oírse lejanos y finalmente la ciudad entera se sacudió en un ruido estrepitoso, pareciendo que la centella que zigzagueaba caería sobre nosotros.
¡Que espectáculo tan bello!
¡Que impotencia más absoluta se siente cuando se contempla la naturaleza!
Amaneció con un sol radiante y el cielo era tan azul que parecía que la tormenta hubiera lavado cuidadosamente el firmamento; era un día tranquilo, luminoso.
Esa hermosa mañana todos comentaban: "hace mucho que no veía rezar a tanta gente como anoche.
Era algo impresionante ver como oraban todas las personas ¡Que triste que necesitemos siempre en la vida de tormentas para hablarle al Padre!
Yo creo que también las tormentas del alma nos deben hacer elevar el alma a Dios.
¡Cuántas veces somos víctimas de depresiones emocionales porque no le damos a nuestra alma el alimento de la oración!
¡Que tremendas tormentas se desatan en el alma!
Esas son peores que las que vivimos en fenómenos atmosféricos.
Dentro de nosotros mismos tenemos las tormentas de odios, de envidias, de celos, son las centellas que destruyen la alegría de vivir.
La tormenta de esa noche me llevó a profunda meditación y me motivó a decirle:
"Señor, que no necesite mi existencia de tormentas para amarte, que no necesite de centellas que me atemoricen para recurrir temeroso a Ti.
Que no sean necesarias las tinieblas para buscar tembloroso tu amorosa mano. Que me percate de que únicamente junto a Ti puedo encontrar paz, alegría y entusiasmo... Y que cuando me sacudan el alma las tormentas interiores, me refugie en la paz de tu amor."
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