TLlévale esto a la pobre viuda que vive en las afueras del pueblo —dijo el viejo zapatero alemán a su aprendiz mientras le entregaba una cesta con hortalizas caseras.
El zapatero trabajaba arduamente en su oficio y cultivaba su pequeña huerta para poder salir adelante económicamente. Sin embargo, diríase que siempre regalaba lo poco que tenía.
—¿Cómo puedes darte el lujo de regalar tanto? —le preguntaron.
—En realidad no regalo nada —respondió—. Se lo presto al Señor y Él me lo devuelve con creces. Me avergüenza que la gente piense que soy generoso cuando recibo tanto a cambio. Hace mucho tiempo, siendo yo muy pobre, conocí a alguien que era más pobre que yo. Quería darle algo, pero no veía cómo podía darme ese lujo. Pese a ello, lo hice y el Señor me ayudó. Siempre he tenido trabajo y mi huerto es fértil. Desde entonces, nunca titubeo cuando sé de alguien que está pasando necesidad. Aunque regalara todo lo que tengo, el Señor no me dejaría morir de inanición. Es como tener dinero en el banco, solo que en este caso, el banco —el Banco del Cielo— nunca quiebra, y cobro los intereses todos los días.
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«Honra al Señor con tus bienes, y con las primicias de todos tus frutos; y serán llenos tus graneros con abundancia, y tus lagares rebosarán de mosto» (Proverbios 3:9,10).
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Una persona acumula tesoros para sí misma cuando se ejercita en la gracia de la entrega generosa. Los obsequios son inversiones.
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El éxito no consiste en conseguir todo lo que uno pueda, sino en dar lo mejor de sí mismo.
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En el ocaso de la vida, al concluir nuestros días terrenos, lo único que perdurará es lo que dimos a los demás.
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Una vela no pierde una sola chispa de su luz por dar de sí para encender otra.
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Uno se gana la vida con lo que recibe; se forja una vida con lo que reparte.
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«Hay quienes reparten y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza» (Proverbios 11:24,25).
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Según reza la leyenda, había un monasterio cuyo abad era muy generoso. Jamás negaba alojamiento a un mendigo y siempre daba todo lo que podía. Lo extraño del caso es que cuanto más daba, más próspero se volvía el monasterio.
Al morir el viejo abad, fue sustituido por otro de naturaleza totalmente opuesta. Era mezquino y amarrete. Un día llegó un anciano al monasterio pidiendo alojamiento. Aducía que años antes ya le habían dado resguardo una noche. El abad se lo negó, alegando que el monasterio ya no podía darse el lujo de hacer honor a su otrora hospitalidad.
—Nuestra abadía ya no puede ofrecer pensión a los extraños como lo hacíamos cuando éramos más prósperos. Ya nadie hace ofrendas para nuestra obra.
—No me sorprende —dijo el anciano—. Creo que se debe a que echaron a dos hermanos del monasterio.
—No recuerdo que jamás hayamos hecho eso
—respondió el abad desconcertado.
—Sí que lo hicieron —replicó el anciano—. Eran gemelos. Uno se llamaba Dad y el otro Se os dará. Como echaron a Dad, Se os dará resolvió irse también con él.
A Dios le encanta dar más que tú. Nunca permitirá que des más de lo que Él te devolverá. Siempre te da muchísimo más de lo que tú serías capaz de entregar. Cuanto más des, más te devolverá.
Es posible que no siempre te remunere en metálico, con pesos y centavos. Puede que sea evitándote accidentes, desgracias o enfermedades graves que te costarían cien veces más que todo lo que has dado. Sea como sea, de un modo u otro, ¡te recompensará!