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Conocer
Juan escribió sus últimas cartas cuando era muy anciano. Tenía toda la experiencia de la vida y sabía muy bien dónde estaban los límites. Sabía muy bien cómo pensaban los jóvenes y cómo pensaban los viejos.
Tenía la capacidad de diferenciar los pensamientos. Sabía donde estaba el problema. Muchas veces hablamos más de lo que corresponde. Es fácil hablar de más, porque son solo palabras.
El problema es cuando hay que justificar las palabras con los hechos. Ahí es donde se marca la diferencia. Juan había visto a muchos cristianos en su época hablando más de lo que hacían. Y prometiendo más de lo que cumplían.
Es fácil decir que amamos a Dios, total no se puede comprobar. Alcanza con estar en la reunión el domingo a la mañana o a la tarde, vestido para la ocasión, con la Biblia abajo del brazo.
Nos escondemos detrás del banco, de nuestro disfraz de religión y parece que aprobamos la materia del amor. Pero Juan nos pone una prueba difícil de superar. Nos pone la regla de oro que Dios pide para acceder a su persona.
Conocer a Dios es amarlo. Y amarlo implica obedecer sus mandamientos. Es más que un disfraz de fin de semana. Es un estilo de vida cotidiano. Es una forma de ser, de vivir, de pensar y de actuar que marca la diferencia.
No es cuando tenemos ganas, o cuando nos sentimos bien. Es todos los días y a toda hora. Juan es bien claro. No hay exenciones, no importa cuantas palabras digas. La realidad solo se muestra en los hechos, y los hechos son terminantes.
Aquel que dice que ama a Dios, debe guardar sus mandamientos. No hacerlo es pecado. Tan simple como eso. Porque para poder obedecer a Dios hay que conocerlo, saber quien es, como piensa, que desea, que espera de nosotros.
No es solo un conjunto de reglas de no hacer. Dios es más grande que eso. Dios es Dios. Si te pesan sus mandamientos, y te parece denso sus ordenanzas, es porque todavía no tuviste el gusto de saber quien es.
conocer a Dios es amarlo
GRACIAS A LA HERMANA SILVIA POR EL FONDO
Comunidad amigos unidos en Cristo
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De: Debora7 |
Enviado: 28/05/2010 23:04 |
"¡Oh profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!"
Por eso, puedes confiar en su amor y decirle con cariño: “Abba, papá”. “Aunque mi padre y mi madre me abandonen, Tú me acogerás” (Sal 27,10). Dios mío, “guárdame como a la niña de tus ojos, escóndeme bajo la sombra de tus alas” (Sal 17,8). “Tú eres mi Padre, mi Dios, la roca de mi salvación” (Sal 89,27). Y puedes decirle, como Jesús: “Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). “Padre, en tus manos encomiendo mi vida” (Lc 23,46).
Sí, “confía en Dios y obra el bien. Haz del Señor tus delicias y Él te dará lo que te pide tu corazón. Encomiéndale todos tus afanes, confía en Él y Él actuará” (Sal 36,3-5). Que la ternura de Dios sea tu criterio para juzgar todas las cosas, pues Él no se olvida ni del más pequeño de sus hijos. A este respecto, la M. Teresa de Calcuta cuenta que, en una ocasión, vino a visitarla un padre de familia, desesperado, porque su hijo estaba gravemente enfermo y para curarse necesitaba una medicina muy cara que sólo se encontraba en Inglaterra. Todavía estaba hablando, cuando le regalaron una cesta de medicinas y... ¡Qué alegría! Precisamente, encima de todas, estaba la medicina que necesitaba aquel hombre para su hijo. La M. Teresa comentaba: “Hay tantos millones de niños en el mundo y, sin embargo, Dios tiene tiempo para pensar en este pequeñito”. Así es nuestro Dios, bueno y “cariñoso con todas sus criaturas” (Sal 145,9). Él te ama a ti también y “Él te colmará de gracia y de ternura” (Sal 103,4).
Un abrazo fraterno, Angela |
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