Un día en la vida Hiram Abiff
Durante más de dos semanas, Hiram mejoró la vivienda que Salomón le había asignado. Consolidó los muros, arregló la pequeña puerta que daba acceso a la cocina desde el exterior, reforzó la cerradura. Trabajaba con lentitud, como si el tiempo no existiera. Tras su entrevista con Salomón, el maestro de obras había sido recibido por el secretario del Rey. Juntos, habían redactado una misiva para un arquitecto que vivía en Saba. Elihap se había encargado del texto protocolario, Hiram de un mensaje codificado, compuesto por signos que un profano no podía descifrar. De aquella gestión dependía el porvenir de las obras de Salomón. Caleb cuidaba sus enfermos dientes que, a menudo, le obligaban al reposo. Preparaba, sin embargo, las comidas con un cuidado tanto mayor cuanto su apetito no disminuía. El cojo dormía en la casa, hecho un ovillo ante la alcoba de Hiram. Nunca había gozado de tan agradable lecho ni de un techo que no dejaba pasar la lluvia ni el viento. El más ferviente deseo de Caleb era que Hiram permaneciera en Israel. Agradecía a Yahvé, día tras día, haberle permitido encontrar un dueño generoso y poco exigente→ * Tipo de planos utilizado por los geómetras egipcios. Los diseños se presentan en forma de rejillas donde se inscriben las proporciones. → Una noche de tormenta, mientras la lluvia hinchaba los uadi abarrancando las montañas, Hiram oyó un extraño ruido. Caleb, como de costumbre, dormía a pierna suelta. El maestro de obras salió de su despacho donde dibujaba rejillas* geométricas y caminó hasta la puerta. El soldado destacado por Banaias para montar guardia había debido abandonar su puesto para protegerse bajo un porche vecino. Alguien intentaba forzar la puerta de la casa del maestro de obras. → Hiram abrió bruscamente. Ante él estaba un perro empapado, famélico, nacido de un cruce entre lobo y chacal. Sus ojos castaños imploraban sin cobardía ni servilismo. -Ven -dijo Hiram. El perro vagabundo puso las patas delanteras en el umbral y venteó el aire de la casa. Encontrándolo de su gusto, lanzó una mirada de soslayo al maestro de obras y se introdujo prudentemente en el patio interior. Cuando lanzó ladridos de satisfacción, lamiendo la mano de Hiram, Caleb despertó. La visión del animal le puso furioso. -¡Echadlo, príncipe! ¡Es uno de esos monstruos que devoran inmundicias! Hiram impidió al cojo golpear al animal. -Se queda con nosotros -decidió-. Se llamará Anup. Anup, diminutivo de Anubis, chacal del desierto que merodeaba en las profundidades de la noche para purificar la tierra de sus despojos. Anubis, que momificaba al difunto, transformando el cadáver en cuerpo de resurrección. ¿No sería el espíritu de Anubis que, en forma de perro, le ofrecía a Hiram la presencia de Egipto y le recordaba que, al final de su ruta terrenal, se iniciarían los hermosos caminos del más allá? Nagsara abandonó sola sus apartamentos, llevando un recipiente para fuego, lleno de brasas, y una copa de incienso fresco. Tomó un antiguo camino de ronda cuyas piedras, cubiertas de moho, pronto serían arrancadas por los yerbajos. El menor resbalón condenaría a la imprudente paseante a caer por una pronunciada pendiente y romperse los huesos. La luna, desgarrando las nubes, iluminó el camino de la reina de Israel. Nagsara no temblaba. Su pie era seguro. Tomó el sendero que llevaba a la cumbre de un pitón rocoso que se hallaba frente a la roca en la que Salomón había decidido construir el templo. La noche finalizaba y Jerusalén estaba sumida en la oscuridad. En Tanis, la capital egipcia donde la princesa había vivido, las lámparas permanecían encendidas en los techos de los santuarios donde trabajaban los astrólogos. Aquel sopor favorecía los designios de la reina. En cada cuarto de luna, podía celebrar un culto a Hathor, lejos de las rencorosas miradas de los sacerdotes que habían jurado perderla. Nagsara se sabía querida por la mayor parte del pueblo, orgulloso de la resonante boda de su rey, y detestada por la casta eclesiástica. Ésta no admitía que la esposa de Salomón conservara su fe en divinidades extranjeras cuya existencia era negada por Yahvé. → A Nagsara esta opinión le traía sin cuidado. Su corazón sufría por la indiferencia de Salomón. El tiempo no atenuaba los violentos sentimientos que experimentaba hacia aquel rey cuya mera presencia la hechizaba. Salomón no la amaba. Había gozado de ella como de una concubina. Seguía testimoniándole respeto debido a su papel diplomático. Ya no veía a la mujer apasionada, ofrecida. Su espíritu era presa de aquel maldito templo, de aquel edificio sumido todavía en la nada. La egipcia llegó a la estrecha plataforma. En el centro, un tosco altar. El viento soplaba con fuerza. Pero en el corazón de aquella frialdad comenzaban a advertirse los primeros aromas de la primavera. Nagsara se quitó el manto. Llevaba debajo la vestimenta tradicional de las sacerdotisas de la diosa Hathor. Una túnica blanca con tirantes que dejaba al descubierto los pechos ceñía el fino cuerpo de la joven, que abrió el recipiente. Las brasas enrojecidas derramaron una luz secreta que sólo contemplarían el cielo y los ojos de la diosa. En el modesto brasero, la reina depositó unos granos de incienso. En el aire nocturno el perfume se dispersó con demasiada rapidez, pero recordó a Nagsara las fiestas secretas de Tanis, durante las que el faraón hacía ascender hacia el cielo al dios oculto, Amón, la esencia sutil de todas las cosas.→ La luna brillaba con un fulgor insólito, demostrando la presencia de la dueña del cielo entre su corte de estrellas. -Escúchame, Hathor -suplicó Nagsara alzando sus manos por encima del altar-. Que tu magia se apodere del alma de Salomón. Que sus ojos me contemplen y queden prendidos de mí. Expulsa la idea de ese templo que me roba al hombre a quien amo. Escucha, Hathor, la plegaria de tu sierva. Que tu luz desgarre las tinieblas, que me devuelva la alegría de vivir. Que Salomón se convierta en mi dócil esclavo, que sus pensamientos me pertenezcan. La sangre del alba se derramaba por el oriente. Para Nagsara renacía la esperanza. Maduraban las espigas de cebada. A mediados de marzo, las lluvias ya sólo eran un mal recuerdo. Blanqueaban los campos. Los gladiolos desplegaban su ropaje púrpura en las colinas, rivalizando en esplendor con las miles de anémonas rojas que adornaban los campos. El invierno moría dando paso a decenas de especias, de narcisos, a los jacintos y a los tulipanes. En el soto-bosque, Hiram había caminado por un tapiz de azafranes de un amarillo tan brillante que parecía brotar del sol. Volvía el tiempo de los cantos campesinos, del arrullo de las tórtolas, de los primeros frutos de las higueras, de las flores de las viñas por las que circulaban los zorros. El maestro de obras, desde que terminaron los diluvios, paseaba cada día por la campiña, miraba con atención los árboles, los altos enebros, los alfóncigos, los achaparrados almendros, las encinas, los sicómoros de suculentas bayas, los granados cuyos frutos simbolizaban la multiplicidad de las riquezas divinas y los inagotables dones del amor. Se detuvo ante los olivos de plateado follaje, que los terratenientes cuidaban con esmero. ¿Acaso las aceitunas no ofrecían el precioso aceite utilizado en la preparación de los platos, en la de los medicamentos y los productos de aseo, el aceite que ardía en las lámparas y santificaba las manos de los sacerdotes? Pero el arquitecto se interesaba por la madera del olivo, un robusto material que proporcionaría troncos de diez metros de altura y quinientos años de edad. El árbol expresaba una alegre paz que se adecuaría a las estatuas cuya belleza igualaría, tal vez, la de las obras egipcias. Hiram señaló con tiza los olivos elegidos. La segunda especie indígena que seleccionó fue el macizo ciprés, de prietas fibras, que sería muy adecuado para revestir el suelo. -¿Por qué os atareáis así si ni siquiera estáis seguro de poder iniciar la obra? -se lamentó Caleb-. El templo es un espejismo, un sueño de rey loco. Estos paseos son agotadores. ¿No os gusta nuestra hermosa casa de Jerusalén? Hiram no respondió y siguió eligiendo troncos. Anup no se separaba de él. El perro trotaba a su lado, sin aceptar que el cojo se acercara demasiado a su dueño. El perro desconfiaba de Caleb que no se atrevía a pegarle por miedo a disgustar al maestro de obras. Llegó por fin la mañana tan deseada por Caleb. Cuando Hiram quiso cruzar el umbral para emprender un nuevo paseo, topó con una oleada de hombres y mujeres que invadían Jerusalén. La componían hebreos procedentes de las provincias, pero también mercaderes babilonios y comerciantes asiáticos. Ricos y pobres se entremezclaban con parecida exaltación.→ -¿Qué ocurre? -Es la Pascua, príncipe. Todo Israel está en fiesta. Los creyentes comerán y beberán a la gloria de Dios. ¡Hoy todos somos creyentes! Hiram se resignó. No podría llegar a los barrios bajos pues la muchedumbre que ascendía hasta palacio era muy densa. Muchos gritaban «¡Pesan, pesan!», evocando el milagro del «paso» que había marcado la salida de los hebreos de Egipto. ¿Saben que pronuncian una palabra egipcia, pensó Hiram, y rinden así homenaje a la tierra que detestan? Cultivadores y panaderos caminaban juntos, los unos ofreciendo las primeras espigas, los otros pan ácimo. Los matarifes arrastraban centenares de corderos que serían inmolados y alimentarían a los miles de invitados que participaban en el inmenso banquete de Pascua donde, durante algunas horas, acaudalados y mendigos se sentarían juntos. Pasando ante la morada del maestro de obras, un sacerdote roció la puerta con sangre del animal que acababa de degollar. El líquido cálido y viscoso alcanzó el rostro y el pecho de Hiram. El arquitecto entró en la casa y se lavó. Caleb había desaparecido. El cojo no quería perderse la distribución de vino, pan y carne. Sólo quedaba el perro, que detestaba las muchedumbres tanto como su dueño. Éste trabajaba en el plano que había comenzado a concebir. Estaba inspirado en el trazado del antiguo templo de Edfú, en el Alto Egipto, creado por Imhotep y depositado en los archivos de la Casa de la Vida. Unos golpes en su puerta y algunos aullidos interrumpieron las reflexiones de Hiram. En cuanto abrió la puerta, entró en la casa Caleb con los brazos cargados de vituallas. → -¡Participad en la Pascua, príncipe! He aquí cordero asado con laurel y basilisco, pan ácimo con salsa picante y vino de Samaria..., muy buen vino... El cojo se derrumbó, borracho perdido. Hiram le abandonó. → Las callejas estaban vacías, salió con el perro, avanzando entre cuerpos caídos. La comida de fiesta había hecho numerosas víctimas que sólo recuperarían el sentido tras varias horas de un sueño comatoso. Anup ladró, avisando a su dueño de un inminente peligro. A un centenar de pasos apareció Banaias, encabezando un destacamento de soldados. El tosco rostro del general lucía una satisfacción de mal augurio. Hiram se inmovilizó. El perro se estrechó contra su pierna. Llevando la espada al costado, Banaias apostrofó al extranjero con su voz ronca. -El rey Salomón exige que comparezcáis ante él inmediatamente, maestre Hiram.