El tantra y la nocion del egregor
De: Suficaminante__ (Mensaje original) Enviado:
p.m.
El Tantra y la noción de egregores
Nada es menos evidente que hablar de un nivel de aprehensión desde
otro nivel. Sin embargo, podemos establecer un punto de partida común.
De la misma manera en que "cogito ergo sum” confirma cada una de
nuestras existencias individuales, los egregores existen porque
nosotros estamos interesados en este artículo.
Para empezar, precisemos que la palabra egregor viene de la
contracción de las palabras árabes eg y gregen, que significan “eso
que reúne”, “lo que reúne”. Podemos aprehender que existen por lo
menos tres grandes realidades de percepción de conciencia bajo la
denominación lingüística de egregores, a saber:
Espíritus de la naturaleza que han logrado permanecer. Sacralizados en
el curso de los tiempos por los ritos y la fe de nuestros ancestros,
han acumulado diversos poderes que los humanos pueden en ocasiones
poner en acción. Esta visión valida evidentemente el chamanismo, que
reconoce además la existencia de numerosos egregores de la naturaleza,
de la vida e incluso de los elementos.
En general, estos egregores se asocian a lugares naturales donde ellos
se identifican y dependen quizá de formas de vida específicas.
Constituyen la fuente primaria y probablemente el tejido básico de
toda verdadera espiritualidad humana. Actualmente, tendemos a olvidar
que el término espiritual viene del latín spiritus o espíritu, que más
que referirse al diablo, al buen dios y su ridícula batalla campal, se
refería en la época clásica a la hechicera de un arroyo o al duende de
un sendero montañoso.
También podemos reconocer la existencia de egregores más sociales.
Éstos son fuerzas psíquicas creadas por los humanos, generalmente en
forma inconsciente, cuando se unen para alcanzar metas específicas o
para sacralizar lugares u obras comunes, proyectos o tendencias.
Frecuentemente percibimos tales fuerzas en acción en algunas grandes
obras de construcción donde un mismo grupo trabaja durante varios
años. También sentimos su influencia durante las campañas políticas o
los encuentros deportivos masivos. Y es por esta razón que un equipo
gana más frecuentemente en casa ante sus aficionados que fuera.
Estos seres, cuya existencia no es mesurable, no pueden ser reducidos
a las leyes del tiempo; no existen más que por sus obras y logros, así
como por los miles de individuos que los sostienen. Estos egregores
espontáneos generalmente tienen una duración corta pero su disolución
agrega mucho potencial al conjunto de la solidaridad humana. No
obstante, puede suceder, en el mejor de los casos, que las prácticas y
los motivos iniciales que les dieron nacimiento se mantengan en ese
marco de manifestación que, en nuestro plan de realidad, por
convención se denomina tiempo.
Por último, existe en otro nivel de manifestación una categoría
egregoriana más orientada y esencialmente dedicada a nuestra práctica
espiritual y de la cual, de hecho, es resultado. En efecto, los
cultos, los ritos y las ceremonias, cuando son realizados con fe por
un cierto número de personas aptas para llevarlas a cabo, inducen
inevitablemente la síntesis de energías propias a éstas. Si al final
del ritual los participantes eligen, con conocimiento de causa, no
interrumpirlo, entonces éste continúa solo y por su propio poder. Muy
pronto, en la medida en que es celebrado, este ritual adquirirá una
forma propia que rodeará a la práctica misma de una protección
permeable únicamente a los iniciados y espíritus.
A partir del momento en que se instala la protección, el rito deviene
una entidad por derecho propio. En Occidente se designa frecuentemente
a tales presencias con el nombre de egregores, aunque para Oriente son
deidades en el amplio sentido del término. Desde luego, estas
entidades/egregores protagonistas principales de esta visión
corresponden a los espíritus de cada uno de los cuatro elementos.
Evidentemente, las fuerzas egregorianas tienen una concepción del
espacio muy diferente a la nuestra. Su sentido de pertenencia es
totalmente dependiente de la adhesión psíquica de los individuos que
las conforman y reflejan en sí la amplitud de nuestra meditación,
necesidades y deseos. La exigencia de proximidad para desplegar la
fuerza y la acción de un ser tal es una necesidad totalmente contenida
en la naturaleza humana frecuentemente basada en el apego y las
expectativas sensoriales. Los egregores no conocen tales
dependencias.
Es por eso que un practicante motivado puede hacer más por un ritual
al que no pudo asistir pensando en él mientras maneja su auto por la
autopista, que otro que se queda dormido en el templo.
(Muy pronto veremos nacer egregores totalmente funcionales por
internet si es que no los hay ya).
Desprovistas así de un espacio que les sea propio, estas entidades son
extremadamente dependientes de las formas que nosotros les prestamos y
del marco de relación que tenemos con ellas. El código de comunicación
natural de un egregor es de naturaleza ritual. Los rituales son este
espacio neutro al interior del cual partes de naturaleza muy diferente
se sienten cómodas y pueden entonces intercambiar lo más libremente
posible unas con otras.
Provenientes de una cultura demasiado oral-escrita, es comprensible
que para nosotros el término rito se refiera primero y antes que nada
a un texto. Sin embargo, como las creencias y convicciones pueden ser
muy diferentes de un plan de percepción al otro, un ritual no es, a
nivel del trabajo egregoriano, portador de sentido propio y constante.
Más bien es utilizado en el sentido de un protocolo de comunicación
informática; el resto es mero revestimiento cultural (por lo tanto, no
sería nada raro que Bill Gates fuera la reencarnación de alguna vieja
bruja medieval).
Vale la pena descifrar la mecánica de esta acción porque es la
referencia de toda relación con el mundo psíquico. En un lugar
percibido por ellos como mágico, los humanos se entregan a diversos
ritos que, debido a su evocación a lo emocional y frecuentemente a ese
sedante mental que es la encantación, suspenden parcialmente su
individualización y permiten así la unión con fuerzas psíquicas, las
cuales, combinadas con una visualización común, proyectan esta energía
cargada de deseos en una forma más intangible. Los egregores del lugar
y de la doctrina, habitualmente presentes en este tipo de reuniones,
reciben estas fuerzas de las cuales ellos mismos son parte.
Portándolas un cierto tiempo en ellos como semilla/proyecto, las
alimentan, las amplifican y les dan una dimensión aplicable y,
posteriormente, las enfocan en una forma viable hacia un objetivo
fijado de antemano por esas fuentes energéticas que son los
solicitantes.
Es más que evidente que estamos aquí ante un simbolismo profundamente
sexual/reproductivo, donde el egregor desempeña el papel esencialmente
femenino de portar el proyecto y después darlo a luz. Esto es lo que
en otros tiempo se denominaba magia operativa.
Esto no cambia en nada la percepción que podríamos tener de la
estructura y del rol del espíritu humano. Éste es lo que es y, por el
momento, no es nuestro tema de discusión.
El egregor es más bien el producto de una procreación psíquica entre
ciertos humanos cuya intimidad meditativa es suficientemente grande
para permitirles reproducirse a nivel espiritual. Un individuo aislado
no puede manifestar esta magia porque el ego que inevitablemente lo
habita inhibiría el poder de la entidad antes incluso de que tuviera
tiempo de manifestarse. Una pareja tampoco puede realizar esta
alquimia porque por definición es una dualidad. El número mínimo de
personas que pueden participar en esta orgía psíquica, según todas las
tradiciones, es tres.
Siendo los amplificadores y actualizadores de nuestros proyectos, los
egregores son como la mano de una conciencia de grupo. Conjunto de
tejidos sin particular nobleza, la mano es, por tanto, el punto de
influencia del cuerpo sobre el mundo en el amplio sentido del término.
Cuando admiramos una obra, conocemos la amplitud y el hecho de que, si
está viva, está provista de conciencia, pero en realidad no vemos más
que la acción o el efecto producido, jamás la mano que la creó (¿qué
sabemos de la mano de Leonardo da Vinci o de la del autor de
la Venus
st1:PersonName> de Milo?).
Por el simple placer de hacer una analogía con una hortaliza, podemos
concebir al egregor como una tierra fértil en la que las personas que
conocen las leyes de este medio siembran una semilla minúscula que
tendrá la posibilidad de convertirse en una planta enorme. Pero no
olvidemos aquí que el buen jardinero se ocupa sobre todo de la tierra,
la planta sabe qué es lo que tiene que hacer.
Sin embargo, esto no hace de los egregores seres autónomos, todo lo
contrario. Ellos no nacen iguales en derecho, deber o importancia ni
saben nada del mundo emotivo. Paradójicamente, podríamos concebirlos
como nuestros robots en ese nivel donde lo psíquico se manifiesta en
la materia. La herramienta natural, tradicional y quizá hasta animal
de realización del proyecto humano es evidentemente el trabajo
encarnizado realizado desde una perspectiva unidimensional y
frecuentemente sufriente.
La práctica y el uso de la vía egregoriana, en la conclusión de una
obra, es siempre una vía híbrida porque por definición es
multidimensional. Claramente estamos ante una tecnología espiritual
que, al igual que las tecnologías materiales, simplifica seriamente la
vida de quien la sabe adquirir y poner en acción.
Los egregores son entonces los elementos dinámicos de lo inexplicable,
en general y de muchos milagros en particular. La industria del
peregrinaje les debe la vida y las personas más racionales son aquí
tan sensibles como las demás. Sin embargo, no hay que olvidar jamás
que las fuerzas así desencadenadas son neutras y existen en un mundo
sin dualidad, la palabra y el concepto, cualquiera que estos sean
pueden entonces ser manifestados sin consideración a las elecciones
morales que, en nuestro plan, parecen ser lugares comunes. Sabemos por
ejemplo cuántos milagros han ocurrido en Lourdes, Benares o Bod Gaya.
Es así como un Egregor puede realizar nuestros deseos sin caer en la
trampa de lo emocional o de la convicción del saber producto de la
mente.
Por supuesto que entonces, la responsabilidad de las consecuencias es
totalmente nuestra. Porque el egregor es y permanece como un
amplificador sin moral y poco juicio que puede aumentar sin
discriminación todo lo que le confiamos. Por el momento, no contamos
con instrumentos de medida adecuados para conocer el número de
enfermedades degenerativas producto de una absorción errónea de estas
fuerzas. No obstante, podemos presumir que el medio más seguro para
pescar un cáncer hoy en día no es fumar sino más bien pedir, en
complicidad con otros y en un marco considerado sagrado, no
obtenerlo.
En efecto, el egregor que percibe la palabra cáncer y conoce el
sentido manifestará la realidad correspondiente. Nunca tendrá las
herramientas de análisis dualista requerido para percibir el signo
negativo que nosotros pusimos delante de este término; de ahí el valor
esencial del pensamiento positivo en todo trabajo de naturaleza
psíquica.
El uso más negativo del trabajo egregoriano se ha manifestado cuando
ha sido utilizado, esencialmente con el fin de sacralizar la
pertenencia a un grupo sin finalidad definida. Una reducción tal,
frecuentemente, toma la forma de nacionalismo, racismo o sexismo. Esto
es lo que hace la fuerza de grupos tales como las religiones
organizadas, los templarios, el nazismo y la mafia siciliana
tradicional. Todas estas organizaciones son conocidas por vehicular
una exigencia de respeto entre sus miembros y los demás porque después
de todo son iniciados y los egregores no discriminan.
Existen dos medios para evitar la trampa del moralismo sin por ello
caer en tales abusos:
No hay que olvidar nunca la necesidad del componente compasivo en la
constitución y la práctica de todo egregor. Mientras más grande sea el
poder potencial, más se impone esta necesidad compasiva, ahora bien,
este poder es inmenso como nos lo mostró ProductID="la Alemania">la Alemania de los años
treinta.
También es importante saber si el egregor así manifestado posee en sí
un nivel de existencia o si no es más que el producto de la obra por
cumplir. Que es el caso cuando todo está en la intención y nada en la
acción
Si bien el concepto de egregor y las manifestaciones que de ahí se
derivan se sirven, generalmente en salsa religiosa, no debemos
confundir jamás este camino con el de las percepciones/
interpretaciones teológicas o morales modernas. Ni materialista ni
teísta ni mucho menos lazo de unión entre los dos, el egregor es de
otra naturaleza que sería sin duda el estado de espiritualidad
inmediata contenida en toda materia.
Es nuestra obligación constatar que el contexto teísta cerrado no hace
nada por favorecer el desarrollo de egregores válidos o la complicidad
con ellos, sino todo lo contrario. En la percepción del creyente, las
entidades espirituales no son más que espejos reflejando una luz
venida de otra parte.
No obstante, desde una visión más psíquica, las formas mágicas y
autosuficientes existen por nuestra voluntad y después por su propio
poder. Así, pueden manifestarse como soles sin que ninguna mano divina
los hubiera alumbrado. Por lo tanto, el trabajo egregoriano es, para
el creyente tradicional, una forma de mundo a la inversa. Los
practicantes crean ahí fuerzas espirituales que a su vez crean
realidades conformes a las expectativas del creador original desde su
punto de vista, es decir... nosotros. Podría entonces decirse, que en
el sentido propio del término, el poder creador del humano en la
materia es el producto de la relación entre éste y un egregor.
En las perspectivas modernas, hay una correlación más o menos perfecta
entre las nociones de pertenencia, creación y frecuentación ritual de
un egregor y la noción de iniciación. Actualmente, es muy raro que
exista el uno sin el otro. Pero entonces, ¿qué pensar de las personas
que crean o frecuentan egregores sin una iniciación previa? Sin duda
el requisito para una relación egregoriana es de naturaleza iniciática
en el sentido en que da acceso a nuevos planes de realidad, pero
recordemos aquí que una buena parte de las iniciaciones no son
rituales, y que además, generalmente, uno mismo se inicia un poco.
Por lo tanto, todos los seres tienen potencialmente el mismo acceso a
estas formas de conciencia y su reconocimiento vendrá más bien de la
apertura de su espíritu ante esta zona de aprehensión que de rituales
asumidos anteriormente.
Concedemos frecuentemente una dimensión sulfurosa a la existencia y a
la acción de numerosos egregores. Sin embargo, antes de juzgar,
tendremos sin duda que recordar el hecho de que un egregor no es más
que la proyección de nuestra voluntad, de nuestro espíritu y de la
unidad que a veces puede reinar entre nosotros. Por lo tanto, si
nosotros percibimos estas realidades psíquicas como monstruosas, esto
nos está diciendo mucho sobre nuestros propios complejos personales y
sobre las dudas y miedos que tenemos a nuestro propio resplandor.
Entonces, protegernos de los egregores, es protegernos de nuestro
propio poder, es una inútil e incluso criminal castración de nuestra
responsabilidad humana.
La existencia de los egregores y su dependencia de nuestras exigencias
nos obligan, por último, a considerar la cuestión de la ecología
energética.
Muy frecuentemente hemos visto cómo se han creado entidades con un fin
específico o por el simple placer de la experiencia para luego ser
abandonados en el universo psíquico de los humanos. Y lo que es peor,
una civilización, una cultura o una religión (las tres caras de una
misma moneda) crean inevitablemente bandadas de estos seres.
Ahora bien, en el enloquecimiento que conlleva una decadencia o una
derrota militar mayor a nadie se le ocurre reabsorber en este centro
último de reciclaje que es nuestro corazón a estos egregores huérfanos
que son los dioses y los valores pasados. Una negligencia tal puede
crear en el ambiente de los humanos perturbaciones altamente
problemáticas. Quizá la Edad Media occidental, síntesis de varias
decadencias, debió sus peores excesos a una contaminación psíquica
tal.
La práctica de la vía egregoriana es excelente no solamente en
términos de amplificación del poder colectivo sino además como
accesorio de un camino personal de evolución.
En efecto, en todas las convicciones monoteístas, la fuente primera se
sirve de intermediarios, frecuentemente de naturaleza angélica, para
actualizar sus proyecciones y proyectos. Por lo tanto, si los
egregores tienen un poder de tipo angélico y aplican nuestra voluntad,
entonces son herramientas de nuestra propia deificación que es después
de todo la finalidad de toda iniciativa digna de ese nombre.