Hace muchos, muchísimos inviernos la Tierra estaba completamente cubierta por un inmenso manto de agua. No había Sol, ni Luna, ni estrellas. No había luz. Todo era oscuridad.
En aquellos tiempos las pocas criaturas que poblaban la Tierra vivían en el agua, y eran el castor, la nutria el pingüino y el pato.
Lejos, muy alto en el cielo, se hallaba el País de los Espíritus Felices, donde habitaba Rawenio, el Gran Legislador.
En la cúspide de la Tierra Alta crecía un árbol gigantesco. Un gran Manzano cuyas raíces habían horadado la tierra en la que crecía.
Un día, Rawenio arrancó aquel Gran Árbol y sus enormes raíces.
Llamó entonces el Gran Espíritu a su hija, que vivía también en el Mundo Alto, y le ordenó mirar por el agujero que el Gran Árbol dejara.
Esta mujer, que habría de ser la Madre del Bien y del Mal, se apresuró a mirar.
Vio a lo lejos, en la profundidad de los cielos, el Mundo Bajo cubierto de agua y rodeado de densas nubes.
“Has de ir a ese mundo de oscuridad”, le dijo el Gran Espíritu y, levantándola dulcemente del suelo, la dejó caer por la oquedad.
Ella flotó en el vacío. Abajo, muy lejos aún, se mecían sobre las aguas oscuras los animales acuáticos mirando al cielo, observando la Gran Luz, la luminosidad de la Mujer Celeste, que caía lentamente sobre ellos.
Y su cuerpo brillaba con tal resplandor que al principio se asustaron. Y llenos sus corazones de miedo, se sumergieron en las aguas más profundas.
Pero al olvidar sus temores volvieron a la superficie, y se preguntaron qué sería de la Mujer cuando cayera en el agua y qué podrían hacer con ella.
“Hemos de encontrar algún lugar seco donde depositarla cuando caiga” dijo el Castor, y recorrió todas las aguas en busca de tierra. Pero transcurrió mucho tiempo, y el cuerpo sin vida del Castor apareció flotando sobre las olas.
Tras él lo intentó el Pingüino, y su cuerpo no regresó nunca del fondo de las aguas. Todas las criaturas acuáticas se zambulleron en busca de tierra, pero no encontraron ninguna.
Finalmente la Nutria ascendió de las profundidades y también su cuerpo, ya muerto, flotó durante algún tiempo sobre la superficie de las aguas. Sus pequeñas garras, fuertemente apretadas, dejaron caer al abrirse, unos granitos de arena.
Las criaturas del agua cogieron esta tierra, llamaron a una Gran Tortuga y la depositaron sobre su caparazón, asegurándose que quedara bien fija. Inmediatamente la Tortuga creció muchísimo, igual que aquel puñado de arena.
Y así se hizo América del Norte, como una inmensa isla. A veces cuando la tierra cruje y se agita, y enormes olas golpean con dureza las playas, el hombre blanco dice “terremoto”. El Mohawk dice: “La tortuga se está estirando”.
La Mujer Celeste estaba ya muy cerca de la Tierra. “Debemos alcanzarla para que caiga a tierra fácilmente apoyándose sobre nuestras espaldas”, dijo el Jefe de las Palomas Blancas. Y una gran bandada de palomas surcó el aire, y arropando a la Mujer Celeste, la depositó cuidadosamente sobre la Tierra.
Al cabo de un tiempo, la Mujer Celeste dio a luz a dos hijos gemelos. El que habría de ser el Buen Espíritu nació primero. El otro, el Espíritu del Mal, fue el segundo, y durante el parto causó a su madre tantos dolores que a causa de ellos murió.
El Espíritu del Bien cogió inmediatamente la cabeza de su Madre en las manos y la colocó en el cielo. E hizose el Sol. Del cuerpo muerto forjó la Luna y las estrellas y las aposentó también en los cielos.
Después enterró el resto en las entrañas de la Tierra, y lo que de ella surgió fue alimentado por el Sol y por la madre Tierra.
El Espíritu del Mal ensombreció el Occidente y condujo al Sol más allá de la oscuridad.
El Buen Espíritu creó muchas cosas y dio a cada una un lugar en la Tierra. El Espíritu del Mal trató de deshacer el trabajo de su hermano, creando seres malignos.
Mientras el Espíritu del Bien creaba maravillosos y altos árboles como el pino y el eucalipto, el Espíritu del Mal empequeñecía a muchos, haciéndoles nudos y retorciéndolos. Cubría a otros de espinas y ponía en ellos frutas envenenadas.
El Espíritu Bueno hizo animales como el oso y el ciervo.
El Maligno creó animales venenosos, lagartos y serpientes que destruyeran a los animales de la Buena Creación.
El Espíritu del Bien hizo brotar fuentes y regatos de agua limpia y pura. El Espíritu del Mal roció de veneno las corrientes y puso serpientes en las riberas.
El Buen Espíritu creó ríos bellísimos y levantó altas montañas que los protegieran.
El Maligno arrojó sobre los ríos rocas y suciedad convirtiendo las corrientes suaves del Buen Hacedor en rápidas torrenteras de aguas peligrosas.
Finalmente, cuando la Tierra se hubo completado, el Espíritu del Bien creó al hombre de un trozo de arcilla roja. Le puso en la Tierra y le dijo cómo debería vivir. El Mal Espíritu no se mantuvo inactivo y de la blanca espuma del mar creó otra criatura: el Mono.
Tras la creación de la Humanidad y de las demás criaturas vivientes, el Buen Espíritu otorgó a cada uno de ellos un Espíritu Protector.
Llamó entonces al Espíritu del Mal y le ordenó que dejara de crear problemas por toda la Tierra. Pero éste se negó. El Buen Espíritu, encolerizado con su malvado hermano, le retó a combate. El vencedor gobernaría la Tierra. Utilizaron como armas dos grandes espinas de un Manzano Gigante.
Pelearon durante muchos soles.
Por último, el Espíritu del Mal fue vencido.
El Buen Espíritu regiría ahora toda la Tierra. Desterró a su perverso hermano al interior de una oscura cueva subterránea. Allí permanecería para siempre.
Pero el Espíritu Malo poseía sirvientes demoníacos que vagaban por la Tierra. Aquellos malvados espíritus podían tomar la forma de cualquier criatura que desearan, para torcer las mentes de los hombres incitándoles a realizar malas acciones.
Y esto es así porque cada persona lleva en su interior dos corazones: uno malo y uno bueno. No importa lo bueno que pueda parecer un hombre: siempre tiene algo malo. No importa lo malo que otro pueda parecer: siempre hay algo bueno en él. Ningún hombre es perfecto.
El Buen Espíritu continúa la Creación y protege a la Humanidad. A Él van los espíritus de los hombres buenos tras la muerte. El Espíritu del Mal recibe, en cambio, en su cubil, tras el último viaje, las almas de los hombres viles.
(Fuente:
Cuentos de los indios iroqueses, Miraguano Ediciones, Madrid, 1988)