Qué fabuloso tesoro pensáis legarme?
masoniko (Mensaje original) Enviado: 27/08/2006
Precedido por los soldados de la guardia real, Salomón bajó de su palacio hasta el campamento de la reina de Saba. Avisada por los curiosos, la muchedumbre se amontonó a lo largo del trayecto seguido por el rey. Le aclamó con un entusiasmo que le dejó indiferente. La invitación de Balkis le inquietaba. Su mayordomo le había invitado a una comida durante la que la reina deseaba ofrecerle un raro tesoro.
¿Qué se ocultaba en aquel desacostumbrado ritual?
En el interior de la tienda real se habían dispuesto almohadones de seda roja y verde. Lánguida, casi abandonada, Balkis degustaba los bermejos granos de un racimo de uva. Al parecer se habían previsto numerosas plazas para los comensales, pero ninguna de ellas estaba ocupada. El mayordomo dejó caer la puerta de tela. -Tendeos, rey de Israel, y compartid esos alimentos. En la mesa central, carnes asadas y perfumadas con aromas, legumbres cocidas al vapor en recipientes de arcilla, montones de pasteles y fruta. -El vino de Judea es delicioso, aunque no tan afrutado como el de Saba. Me quedan algunas jarras todavía. ¿Deseáis saborearlo? -¿Acaso me habéis elegido como catador? -Os mostráis muy severo. Os he conocido mucho más amable. -
¿Qué fabuloso tesoro pensáis legarme?
Balkis se levantó con gracia y depositó el racimo en un plato de plata. En sus ojos se mezclaba el placer de desafiar a un monarca de inmenso poder y la desesperación nacida de un fracaso. -Mi marcha, Salomón. Su valor es inestimable. Os devolverá la serenidad y el amor de vuestra esposa. En la frente del rey apareció un breve surco. -¿Creéis poder quebrar una pasión con el alejamiento? -En mí no amáis a la mujer sino a la reina. Esperáis de ella un tratado de alianza que fortalezca la paz a la que habéis consagrado vuestra vida. Firmaré el tratado. Os concederé esta victoria. Salomón sirvió vino en dos copas de oro.
Balkis aceptó la que le presentaba. -Si os convirtierais en la soberana de Israel, reinaríamos sobre un inmenso imperio. -
Reinaríais vos, Salomón. Vos y sólo vos. Me vería obligada a inclinarme ante vuestras decisiones y a obedeceros. No acepto vuestras costumbres ni vuestra religión. Las mías me colman. Alianza, sí; dependencia, no. Que me amarais siempre, sí. Envejecer a vuestro lado como una esclava, no. Balkis se sentó. Salomón la imitó, tomando sus manos entre las suyas. -No tenéis confianza en mí. -¿Sería digna de mi función si cometiera semejante tontería? Bebed, Salomón. Brindad por nuestro último encuentro. Alejados, comulgaremos en la misma armonía. Juntos, nos destruiríamos. -Me niego. En mi palacio os aguardará una copa. ¡Brindaremos por nuestro amor! Cuando la noche se llene de estrellas y las antorchas iluminen nuestra alcoba forrada de seda, vuestro corazón se abrirá. Salomón creyó que la reina vacilaba. Pero su voz no se inmutó.
-Hay un tiempo para reír -dijo- y un tiempo para llorar, un tiempo para amar y un tiempo para el recuerdo, un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Cuando celebréis el sacrificio del alba, me habré marchado para siempre. Salomón tenía la seguridad de que Balkis le amaba. Sabía también que no cambiaría su decisión. -
Decidme la verdad. Aceptad, al menos, que comparta vuestro secreto.
La reina vaciló. -Sufriríais. -Prefiero el sufrimiento a la duda. Balkis se apartó. No tenía ya valor para mirar a aquel rey de tranquilizadora fuerza. -Espero un hijo vuestro. Será un muchacho. Le llamaré Menelik y será uno de los sagrados antepasados de mi raza. Adiós, rey Salomón. Desierta, la sala del tribunal se adormecía en la penumbra. Cuando Sadoq penetró en ella con una antorcha en la mano, vio primero el entablado de cedro y, luego, a Salomón sentado en su trono. Temió, por un instante, que el soberano se hubiera transformado en estatua. -Majestad..., os he buscado por todas partes. -No me importunes, sumo sacerdote. -Perdonad que insista Es un asunto de la mayor importancia ¿Existía asunto más importante que la pérdida de la mujer amada, llevan do en su seno el hijo de su deseo? Salomón había rogado a Yahvé que le hiciera zambullirse lentamente en la nada y en el olvido Había soñado que se incorporaba al trono de la justicia, que se convertía en piedra, tan inaccesible al gozo como al dolor -¿Permitís que hable, Majestad? -interrogó Sadoq, sorprendido por la postración del monarca Indiferente, Salomón levantó con cansancio la mano derecha El sumo sacerdote interpretó el gesto como un asentimiento -Vuestro maestro de obras os traiciona La mirada de Salomón se oscureció -¿De qué modo? -
La investigación que han realizado sacerdotes dignos de confianza no ha llegado todavía a conclusiones claras, pero parece probable que el arquitecto se dispone a vender los secretos de su cofradía a los enemigos de Israel Abrumado, el rey se hundió en el trono -A mí me los ha negado ¿Qué puedo hacer9 Hiram se marchará -Se murmura que no lo hará solo Salomón se echó hacia adelante, intrigado -¿Qué rumor es ése
-Algunos creen saber que la reina de Saba le ha contratado Balkis e Hiram ¿Cómo podía autorizar Yahvé aquella inverosímil y desafortunada alianza
¿Por qué ofendía tan cruelmente al rey de Israel, al fiel servidor de su dios? ¿Por qué falta le guardaba rencor9 -He pensado, Majestad, que sería conveniente llamar al orden al maestro de obras y hacerle una severa advertencia Os debe su fortuna y su gloria Debe pleitesía a Israel El hombre es orgulloso, rebelde, pero se doblegará ante la autoridad ¿Me autorizáis a tomar las medidas necesarias9 Salomón no podía ya actuar directamente Evocar a la reina de Saba ante Hiram hubiera sido envilecerse Al rey no se le escapaba que, así, Sadoq satisfaría su odio Pero ¿no había el arquitecto merecido la reprimenda por su indigno comportamiento9 Fatigado, dolorido, agotado por un injusto sufrimiento que le alejaba de la sabiduría, el rey aceptó la proposición de su sumo sacerdote que, esta vez, servía los intereses y la grandeza del reino Ante la gruta, Hiram pagó por su propia mano a los compañeros y aprendices Por última vez, entregaba a aquellos hombres el salario correspondiente al esfuerzo que habían hecho Les conocía a todos, sabía apreciar sus méritos y ganar su estima Como de ordinario, la ceremonia se desarrolló en silencio Cuando el último aprendiz se hubo marchado, el maestro de obras alimentó a su perro Anup se durmió en cuanto hubo acabado de comer Hiram subió al templo Quería contemplar aquella obra a la que había dado tantos años de su vida, aquellas piedras en las que, de acuerdo con su misión, había encarnado la sabiduría de Egipto en una forma nueva Al alba, Balkis se marcharía a Saba Unos días más tarde, tras haber dado a su sucesor las últimas instrucciones, Hiram la seguiría Allí, protegidos por las montañas de oro, se amarían El arquitecto estaba ya construyendo un palacio de mil aberturas, floridas terrazas, lagos de recreo, un templo en el que el sol entraba a chorros Reconstruiría Saba en una orgía de luz Dedicaría los monumentos a sus hermanos muertos a orillas del Jordán, víctimas de la traición de Jeroboam y de su propia imprevisión ¿Cómo podría expiar aquella falta que obsesionaba su memoria, sino creando más y más?
Los atrios estaban desiertos Los sacerdotes descansaban El mínimo creciente de la nueva luna derramaba una débil claridad El maestro de obras recordó los trabajos, el taller del Trazo, los gestos justos en el momento justo, el entusiasmo de los artesanos, el ardor que animaba manos y corazones, la comunión que aniquilaba fatigas y decepciones Tal vez prefería aquellas horas de angustia y esperanza a la obra terminada, la exaltación de lo desconocido a los muros erguidos y las salas concluidas Pero sus elecciones no importaban Su papel era el de conducir el trabajo hasta su término, sin beneficiarse de los frutos de su labor Hiram percibió un brillo a occidente, hacia el valle del Tiropeón Alguien acababa de apagar precipitadamente una antorcha. Intrigado, el arquitecto se dirigió al lugar donde había brillado la llama Un hombre estaba en las tinieblas -
¿Quién eres?
-Un compañero de la cofradía Hiram, acostumbrado a la oscuridad, reconoció al herrero hebreo Sus cabellos blancos brillaban en la noche -¿Qué estás haciendo aquí? -Quería hablaros -Dirígete al maestro encargado de tu instrucción -Ya no necesito su enseñanza Soy digno de acceder a los grandes misterios Dadme la consigna de los maestros e iniciadme en sus poderes -¿Has perdido la razón9 Nunca cederé a semejante petición -¿Ni siquiera a costa de vuestra vida? El herrero blandió un martillo El arquitecto no retrocedió ni un solo paso -Dame esa herramienta -exigió Hiram- Vuelve a orillas del Jordán, ponte de nuevo a trabajar y olvidaré esta locura Vacilando, con confusas palabras, el hebreo dio rienda suelta a su cólera -
La consigna Hiram tendió la mano- El compañero le golpeó en la cabeza. Brotó la sangre Cegado, Hiram caminó hacia el norte Chocó con el albañil sirio. -También yo soy compañero. Decidnos la consigna, tenemos derecho a ella. -¡Nunca! -exclamó Hiram-.
¿Qué demonios os han poseído...?
-Pronto, maestre Hiram. Estoy perdiendo la paciencia. El maestro de obras intentó alejarse pero su agresor, barbudo y corpulento, le hundió un cincel en el costado izquierdo.
El herrero y el albañil, atónitos por su propia audacia, se reunieron. No se atrevían a perseguir a su víctima. Hiram, pese a sus heridas, logró huir hacia oriente. Pero el carpintero fenicio salió de las tinieblas y le cerró el paso.
-No os obstinéis más. Decidnos la consigna y jurad que no dictaréis sanción alguna contra nosotros. Amenazador, el hombrecillo del fino bigote negro tenía en la mano izquierda un pesado compás de hierro. -Vete -ordenó Hiram con voz débil. -¡Basta ya de obstinación! -se irritó el fenicio-. ¡La consigna! -Antes la muerte. -¡Aquí la tienes si la deseas!
Furioso, el carpintero hundió la punta del compás en el corazón del maestro de obras. -
¿Por qué, Salomón, por qué? -murmuró Hiram antes de caer de espaldas. Su cadáver ocupó tres losas del atrio.
Los asesinos lo contemplaron largo rato. Cada uno de ellos atribuyó a los otros dos la responsabilidad del crimen. -
No le abandonemos aquí. Quitándose los delantales de cuero y anudándolos juntos, los artesanos formaron un sudario con el que envolvieron al arquitecto. -Qué pesado es -se quejó el fenicio. -Pasemos por el sendero -recomendó el sirio-. Démonos prisa, podrían sorprendernos.
Balkis había adelantado la hora de su partida. Al consultar el espejo de oro donde estaba oculto el fulgor de la gran diosa de Saba, había escuchado la voz del oráculo ordenándole que saliera de Israel en plena noche. Cuando el elefante blanco de la reina abandonó el campamento de tiendas, estalló una tormenta.
Balkis consiguió calmar al animal, aterrorizado por una sucesión de relámpagos seguidos de una intensa lluvia. Cuando el paquidermo, a pesar del violento viento, adoptó el paso tranquilo que ritmaría el progreso de la caravana de los sábeos, la reina se sintió aliviada. Escapaba por fin del poder de Salomón. Al final de un largo viaje. Subiría a la más alta terraza de su palacio y no dejaría de mirar a oriente, por donde llegaría Hiram, el hombre al que uniría su vida.
La lluvia caía con tanta abundancia que las aguas del Cedrón comenzaban ya a subir. El elefante cruzó el torrente de lodo. Cuando el último sabeo llegó a la otra orilla, el nivel de las aguas había hecho ya desaparecer los vados. La noche era tan oscura y tormentosa que Balkis no vio, en la ladera del valle del Cedrón, a tres hombres que se dirigían hacia un cerro en el que depositaron su fardo. Allí, excavaron una fosa en la que arrojaron el cadáver del maestro de obras.
El sirio y el fenicio pusieron pies en polvorosa. El hebreo, presa de remordimientos, quiso honrar al difunto.
Rompió la rama baja de una acacia y la plantó en la tierra que cubría el despojo. Balkis, camino de Saba, el país del oro y la felicidad, había pasado muy cerca del supliciado cuerpo del maestro de obras