Fue un parto como todos los partos: enérgico, largo y laborioso, arrancando gemidos, sudor y sangre, como desde los días de Eva. Hasta que por fin, después de catorce horas intensas, Cristina Vanderhoek, de Brenda, Holanda, dio a luz una niña. Cuando el médico puso la bebé sobre su pecho, se produjo un milagro. Cristina gritó: «¡La veo, doctor, la veo, y es bellísima!»
Cristina había estado ciega cinco años a raíz de un accidente automovilístico. La poderosa emoción del alumbramiento, y el intenso amor por su hijita, obraron el milagro. «Fue una regeneración psicológica de las células de su cerebro —explicó el Dr. Tom Martens—, pero sin duda obró la mano de Dios.»
Este es un caso para levantar los ánimos y renovar las esperanzas. Como añadió el doctor Martens: «El amor sigue siendo la medicina más poderosa que conoce la humanidad.»
Esta joven señora había sufrido un daño cerebral. Un accidente la dejó ciega, al parecer para siempre, según el diagnóstico médico. Pero por la fuerte emoción de dar a luz y la exaltación de tener a su hijita en sus brazos, y como dijo el doctor, por la mano de Dios, que tiene maneras silenciosas y poderosas de obrar, se produjo el milagro. El intenso deseo de Cristina de ver a su hijita, junto con el amor que le iluminó el alma, le devolvieron la luz a sus ojos.
Algo que el Señor Jesucristo hizo con frecuencia fue devolverle la vista a los ciegos. Ya lo había anunciado el profeta Isaías ocho siglos antes: «Yo, el SEÑOR, te he llamado en justicia; te he tomado de la mano. Yo te formé, yo te constituí como pacto para el pueblo, como luz para las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para librar de la cárcel a los presos, y del calabozo a los que habitan en tinieblas» (Isaías 42:6,7).
¿A qué se refería el profeta? Hablaba de la venida del Mesías, el Cristo, y hacía referencia a la obra de iluminación espiritual que lo acompañaría en su venida.
En efecto, fue el amor de Dios por el mundo que lo movió a enviar a Jesucristo, para que éste abriera los ojos de los ciegos. Pero no sólo los ojos de los ciegos físicamente, sino los de muchos más: los que están ciegos en lo espiritual.
Cuando un hombre o una mujer empieza a creer en Cristo y a amarlo, es como si una venda negra cayera de sus ojos y viera toda la luz de la gracia de Dios y de la verdad espiritual salvadora.
Cristo es la luz del mundo. Amarlo a Él es ver la luz radiante de una nueva vida. Cada uno de nosotros puede tener esa luz de vida espiritual. Cristo es esa luz.
Dios le bendiga
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