Nuestra
ciudadanía
Poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial,
Mussolini, el dictador italiano, dio una orden según la cual los italianos ya no
podrían emigrar a América.
En esa época dos hombres oriundos de
Italia que vivían desde hacía mucho tiempo en los Estados Unidos se hallaban en
su patria. Uno de ellos era un importante banquero que hablaba un inglés
impecable y tenía importantes relaciones comerciales. El otro era un agricultor
que tenía dificultades para expresarse en inglés.
Después del
decreto de Mussolini, ambos se esforzaron por volver rápidamente a América, pero
sólo uno obtuvo el permiso. Curiosamente y a pesar de las apariencias, fue el
agricultor.
El campesino había adquirido la ciudadanía americana,
por eso el decreto del dictador no lo afectaba. El banquero, en cambio, había
permanecido con la nacionalidad italiana y tuvo que quedarse en Italia. Sus
protestas, sus riquezas, sus conocimientos del idioma y sus negocios no pudieron
cambiar nada.
Algo parecido ocurre con la pregunta de cómo se
puede entrar en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, es
decir, en el cielo. Se puede llevar exteriormente una vida cristiana y tener
buenas relaciones con los creyentes, quizás estar familiarizado con el lenguaje
de la Escritura, pero todo esto no da derecho al cielo. La ciudadanía de los
cielos sólo se puede obtener por la fe en Jesucristo y en su obra
expiatoria.
“Ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino
conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios” (Efesios
2:19).
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