¿Qué es “el mundo” y qué son “las cosas que están en el mundo”?
“Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno. No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1.ª Juan 2:14-17)
“EL MUNDO”
El secreto de estos “jóvenes” radicaba en su “fuerza”, que no era la energía natural, la cual nada tiene que ver con la gracia, sino que estaban caracterizados por el vigor y el poder espiritual. Y lo que mantenía y controlaba esta fuerza era la Palabra de Dios que permanecía en ellos.
Ahora bien, estos mismos jóvenes son exhortados a no amar al mundo: “No améis al mundo.” ¿Por qué esta advertencia se dirige particularmente a ellos? No se dice lo mismo acerca de los “padres” ni de los “hijitos”. Más adelante se dirá mucho más respecto de los “hijitos”, pero a los “padres” no se les dice nada más aparte de repetírseles lo que ya se les dijo al principio. El carácter particular de estos últimos es como el de María cuando “se sentaba a los pies del Señor, y oía su Palabra” (Lucas 10:39). ¿No era esto estar lleno de Cristo? La Palabra de Cristo moraba en abundancia en ellos en toda sabiduría y entendimiento espiritual (Colosenses 3:16). Y no sólo eso, pues Cristo mismo, tal como era aquí manifestado, estaba habitualmente ante ellos como el objeto primario de gozo y de comunión con el Padre.
Pero estos jóvenes fuertes, reciben una advertencia: “No améis al mundo.” Puede parecer extraño que el apóstol Juan haya tenido que hacer esta advertencia a personas de semejante fuerza espiritual. Pero esta misma fuerza, por muy espiritual que fuere, crea un peligro.
Habían salido con un vigoroso deseo de esparcir la verdad y de dar testimonio de Cristo, sin temor, por la Palabra que permanecía en ellos, y por el poder del Espíritu Santo que obraba a través de ellos. Ahora bien, las mismas victorias obtenidas demuestran la existencia de un peligro, y los negocios con los hombres exponen al creyente a amar al mundo antes de saber hasta donde llegará su influencia sobre nosotros. Pues no debemos suponer que el amor al mundo es solamente una inclinación por las apariencias o el placer, la música o el teatro, la caza, las carreras de caballos, el juego o tal vez cosas peores.
El mundo es una trampa, mucho más sutil que la carne. Por ceder a los deseos de la carne, un hombre se desprecia a sí mismo, y otros que están intensamente dedicados al mundo, pueden sentir la vergüenza de esos caminos. Pero los «deseos mundanos» son otra cosa; se presentan como algo eminentemente respetable, pues ¿no es acaso lo que hace todo el mundo de cierto rango social?. Es apetecer aquello que agrada a la sociedad; desear lo que aquellos que son considerados luz, guías y personas carismáticas, piensan que es lo conveniente para los hombres y para las mujeres.
Este agradable atractivo ejerce una poderosa influencia, especialmente en los jóvenes, y en los jóvenes fuertes que conocen al Señor y que tienen el sincero deseo de hacer conocer la verdad. Por el hecho de haber recibido esas buenas nuevas para proclamar, ellos piensan que pueden ir a cualquier parte, pero adondequiera que vayan con este entusiasmo, el riesgo se hace presente. Conocen al menos a un Salvador desconocido por el mundo; y ¿adónde no podrían ir? En este celo, ellos son particularmente advertidos en cuanto al mundo.
Pero Dios no había hecho al mundo en ese sentido. ¿Qué es, pues, “el mundo”?. “El mundo”, en el sentido moral, es lo que el diablo elaboró después de la caída del hombre. El “mundo” comienza con Caín y su descendencia. ¿Qué vemos en Caín? Condenado a ser errante y fugitivo en la tierra, luchó para borrar esta sentencia, y construyó una ciudad; no contentos con vivir el uno por un lado y el otro por otro, él y sus descendientes sintieron la necesidad de unirse. «La unión hace la fuerza», dicen los hombres. Por otra parte, un hombre hábil maneja fácil y rápidamente las cosas para llegar hasta lo más alto; y muchos albergan la esperanza de subir estos escalones para llegar también algún día, de la manera que fuere o a cualquier costo. Dios y el pecado son rápidamente olvidados en estos esfuerzos.
Así también, Caín construyó una ciudad y la llamó conforme al nombre de su hijo. Se manifestaron el orgullo y la búsqueda de la satisfacción personal, como así también el deseo de agradar a los demás, sin tener ningún pensamiento respecto de Dios. De esta familia nacieron las grandes invenciones (Génesis 4). Un hombre de un espíritu que no se halló en Abel, y ni siquiera en Set, quien es sustituido por Abel, pero que se manifestó abundantemente en Caín y su progenie.
Aquí comenzó la poesía de la sociedad, cuando Lamec escribió de forma agradable para sus mujeres; pues fue él mismo quien introdujo la poligamia, y justificó el homicidio en caso de defensa propia, lo que podríamos llamar un poema dedicado a los objetos de sus propios afectos. No era Dios sino sus mujeres lo que ocupaban sus pensamientos en relación con los acontecimientos que más bien debían de haberlo afligido. Lamec no sólo hizo una apología de la historia de Caín, sino que halló en ella un pretexto para justificar su propio caso. Allí encontramos también el origen de la orgullosa vida de los nómades, y de los más civilizados deleites de los instrumentos de viento y de cuerda. De modo que, desde temprano, “el mundo” ya estaba en plena actividad. ¿No es éste el carácter “del mundo”? Sin duda que muchas cosas convenientes que se hallan en el mundo pueden ser utilizadas por un cristiano. Pero esta sola mancha negra tiñe “al mundo”: la ausencia de un Cristo que, despreciado por el mundo, es tanto más amado por los suyos. Cíteme una sola cosa del mundo sobre la cual Cristo ponga su sello de aprobación. ¿Dónde se encuentra todo lo que Cristo apreciaba? ¿Dónde está aquello en lo que Él vivía y lo que Él amaba?
Todo lo que está fuera de Cristo es capaz de ser un objeto para el corazón del hombre caído; y eso es el mundo. Algunos emprenden el estudio de Ciencias, otros prefieren Literatura; otros se sienten inclinados por la política. Desgraciadamente, ¡hasta es posible dedicarse a religión, a la obra y a la adoración del Señor, en un espíritu mundano, y de una manera egoísta, buscando o bien algún provecho para sí o fama con ello! y ¡de cuántas maneras los hombres buscan popularidad con estas cosas! Esto también es “el mundo”. El nombre del Señor tomado aparte de Su voluntad y de Su gloria no es ninguna salvaguardia. Algunos autores lo emplearon de esta manera: escribieron sobre asuntos relacionados con las Escrituras, pero ¿qué ganaron con ello? ya que aún permanecieron completamente sin Dios, y a menudo como enemigos declarados de Cristo.
Por lo tanto, el mundo se volvería un serio peligro para los espiritualmente jóvenes -por más fuertes que pudiesen ser-, si no mantuviesen un sentimiento siempre creciente de su relación con el Padre; pues hasta los “hijitos” tenían este conocimiento, los cuales se caracterizaban por el sentido de esa bendita relación, y se gozaban en ella. Ellos, como todos, tenían la seguridad del perdón. Si bien eran “hijitos”, añadían a este gozo el conocimiento del Padre, lo cual es un precioso privilegio. Pero vemos también que hay muchos cristianos que son avanzados en pensamiento, o que se consideran así, pero que, sin embargo, no se atreven a tomar ese camino. Pues éstos no tienen una seguridad total; y la mayoría de ellos invocan a Dios, pero no como “Padre” en el más pleno sentido, sino como “el Todopoderoso”, como “Jehová”, como “el Dios de Abraham…”, etc., como si fueran judíos. Todos deberíamos ver que ése es el estado de la Cristiandad hoy en día, especialmente de aquellos que se jactan en la antigüedad de la religión y en los grandes números dentro de ella. La Cristiandad tiene un carácter judaico. Pero Cristo, en el Cristianismo, lo saca a uno fuera de todo aquello que es terrenal, tanto de lo judaico como de lo gentil, y estampa Su nombre en él desde el principio de su nueva vida y a lo largo de toda su marcha peregrina. Como Él mismo dijo de aquellos que el Padre le dio: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16). Los que espiritualmente eran jóvenes fuertes son los que particularmente debían guardarse del “mundo”, porque, en su celo, éste podía convertirse en un objeto de valor a sus ojos. Podrían decir que su deseo era sólo el de ganar el mundo para Cristo, que su objetivo era hacer que el mundo conociese a Cristo y su Evangelio.
Sin embargo, es necesario que seamos dependientes de Él y guiados por su Espíritu para saber cuándo, adónde y cómo ir. No basta que nuestro propósito y nuestras metas sean buenos. El peligro principal del cual debemos cuidarnos es la manera de hacer las cosas. Siempre podemos fallar en “cómo” lo hacemos. El fin puede ser bueno, pero los medios deben estar también de acuerdo con la voluntad y con la Palabra de Dios. ¿Quién puede guiarnos y guardarnos en los medios que debemos adoptar? Únicamente Aquel a quien pertenecemos, quien obra en nosotros por su Palabra y su Espíritu.
“LAS COSAS QUE ESTÁN EN EL MUNDO”
Ahora bien, vemos que los “jóvenes” son advertidos no sólo de un modo general, sino que se les hace a continuación otra advertencia particular: se les exhorta a no amar “las cosas que están en el mundo”. Esto puede ser aún más insidioso y sutil que el mundo mismo. Tómese por ejemplo la religión del mundo, de las multitudes, de los grandes, de los nobles, de los sabios, de los eruditos. ¿Qué hombre natural se libra de caer en esta trampa, a menos que sea totalmente profano? Hasta el propio Caín tenía su adoración y su mundo en medio de las tinieblas y a la distancia de Dios. ¿Y no es ésta una muy seductora trampa para muchos creyentes, y una fuerte invitación a que pongan su “fuerza” en ello? Porque muchos cristianos dirían: «Yo no oso amar al mundo; pero aquí se me ofrece una apetecible oportunidad por medio de la cual se me permite hacer muchas más y mejores cosas que en cualquier otra parte, y hasta se me permite hablar, sin importar cuáles puedan ser las circunstancias o las asociaciones.» Pero esto implica compromiso de la verdad. Es, pues, una de las tantas cosas que “están en el mundo”, y que no debemos amar. Lo digo de nuevo: ¿qué puede ser más común que el error de tener un objeto particular que nos atrae, un «hobby» u ocupación predilecta, de la naturaleza que fuere, que no tiene ninguna vinculación auténtica con Cristo? Todas estas cosas se convierten en ídolos, porque, junto con nuestros conocidos deberes y relaciones, es Cristo quien tiene el derecho al amor supremo. Cristo es el objeto que nuestro Padre pone delante de nosotros, y, si nuestro ojo es sencillo respecto de Él, podemos estar seguros de que todo nuestro cuerpo estará lleno de luz (Mateo 6:22-23). Es imposible que un alma sea fiel a Cristo si tiene sus ojos puestos en Cristo y hace de Cristo el objeto de su trabajo y de su camino diario, pero toma aquello que Él no aprueba. Es menester que la Palabra de Dios permanezca en el creyente. Si uno se contenta sólo con emprender lo que le agrada a Cristo, Él seguramente le ayudará. Pero la enceguecedora influencia del mundo no falta, y el celo en el servicio puede transformarse en presunción y dar lugar al predominio de la propia voluntad.
Todo verdadero celo nos expone al peligro, y por eso se les formula la advertencia: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo”, seguida por esta otra muy solemne: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.” Juan a menudo presenta una cosa según su principio absoluto, sin hacer notar ninguna circunstancia que pueda alterarla. Cuando establece: “Si alguno ama al mundo”, no introduce ningún paliativo. Deja el principio intacto. Y si tus principios y tu camino práctico consisten en amar al mundo, el amor al Padre difícilmente pueda ser una realidad en ti. Pero cuando consideramos a los cristianos en su marcha práctica, vemos a menudo una triste mezcla. Los motivos que operan pueden ser buenos y malos, pero en esta Epístola no se nos presenta ese cuadro. Otras partes de la Palabra de Dios pueden encarar estos aspectos; pero la misión específica que aquí se halla asignada es la de presentar el principio correcto de una manera absoluta, así como también el principio erróneo. Por eso se establece que si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Esto es sano y verdadero, por cuanto supone uno u otro principio llevado a cabo.
El apóstol a continuación trata las diferencias particulares de los deseos respecto del mundo: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne” (la actividad propia del hombre interior) “los deseos de los ojos” (lo que me atrae fuera de mí), junto con la tercera trampa: ” y la vanagloria [el orgullo, la jactancia] de la vida”. Lo cual puede ser tratar de mantener una posición social en el mundo, costumbres y sentimientos que pertenecen al mundo. Tómese, por ejemplo, a un hombre de la nobleza, a un caballero, o a alguien de un rango social mucho mayor que le agradara ser así. Cuando se aman estas cosas, ¿dónde está Cristo? ¿Es posible asumir que Cristo apruebe en sus discípulos el rango natural que uno haya podido adquirir de la manera que fuera? ¿Qué quiso decir el Señor cuando afirmó: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14)? ¿Es el mundo aquello que el cristiano ha de conservar como una ofrenda agradable a Cristo?
Muchos cristianos mantienen así su dignidad, y la ofrecen, como dicen, a Cristo, ¡como si Él fuese a valorarla! ¿Es esto lo que el Señor expresó en las palabras que acabamos de leer, o es acaso la manera en que se condujeron los apóstoles u otros fieles creyentes? Para un corazón sencillo, purificado por la fe, ¿qué es lo que más cala hondo en su vida práctica que la separación del Señor Jesucristo respecto del mundo para el Padre? Y que en muchos cristianos se vea justamente lo contrario, es un hecho demasiado consabido; y esto ha significado siempre un profundo dolor y una pesada carga para aquellos que sienten profunda reverencia por el Nombre y la Palabra del Señor. “La vanagloria de la vida”, en un cristiano, es algo que lo vuelve insensible hacia los demás, y algo aborrecible para el Padre. ¿Qué buscó Cristo? No buscó vanagloria para sí, sino pecadores culpables de toda clase. Él buscó hombres de posición social tanto baja como alta, los cuales eran todos igualmente culpables de sus pecados e insensateces, de su orgullo y de su vanidad, y de tantas cosas vanas que rigen el corazón del hombre. Tampoco Cristo nos conoció sobre la base de estas miserias, sino con el fin de arrancar de raíz toda nuestra vanidad, poniendo sobre ella la sentencia de muerte. ¿Acaso fue alguna de estas «cosas del mundo» pasada por alto en la cruz? Por eso Juan, Su siervo, afirma aquí que ninguna de estas cosas en particular, y menos todas en su conjunto, son del Padre, sino que pertenecen al mundo que le aborreció a Él y a su Hijo. ¿Qué placer puede tener el Padre en cualesquiera de las cosas en las que tanto piensan los hombres, y a las que tan tenazmente se aferran, ya sea por envidia de los demás o procurándolas para sí mismos? En pocas palabras: la vanagloria o el orgullo de la vida, no proviene del Padre, sino ─de lo que es aún peor─, proviene de Su enemigo mismo: el mundo.
Pues, ¿qué es el mundo? El mundo es el sistema que Satanás implantó en medio del hombre caído con el fin de borrar la memoria de un paraíso perdido. Y desde entonces ha ido creciendo, embelleciéndose y progresando, a pesar de la terrible catástrofe del diluvio, hasta que se alzó en rebelión contra el Hijo de Dios y lo crucificó. Esto es lo que hizo finalmente el mundo, con sus artes y letras, con su religión y su filosofía. El mundo de entonces estaba conformado por judíos y gentiles. Ambos amaban al mundo, y ambos se unieron para rechazar con la mayor ignominia al “Señor de la gloria”. ¿Puede ser entonces el mundo un objeto de amor para el cristiano? ¿Puede serlo acaso alguna cosa que sea parte integrante de este mundo? ¿Puede serlo acaso alguna cosa de la cual el mundo se jacte y en la cual se complazca? ¿No sería esto traición contra el Padre y el Hijo?
Pero aquí se insiste en otra característica más que tiene el mundo. El mundo es evanescente, y tiene la sentencia de muerte que Dios puso sobre él. Ha de pasar por completo. El mundo pasa y sus deseos, pues ¿quién podrá conservarlo? No importa si se trata de ricos, de posición social elevada, de placeres, de poder o de cualquier otra cosa que le pertenezca; el asunto es que se reduce a nada (y su orgullo a veces, incluso en la época presente, puede aparecer en un asilo de pobres). No obstante eso, los hombres son devorados por el deseo de ser algo más grande que lo que son, de modo que bajo la superficie yace una infelicidad que el placer no puede desvanecer.
“Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (v. 17). No sólo la Palabra permanece para siempre, sino el que hace la voluntad de Dios. Esto es de mucho mayor importancia que cualquier doctrina deducida por los hombres, que cualquier artículo de fe, como se lo llama. Es sin duda necesario oponerse a lo que es falso y al mal, y nosotros tenemos la obligación de someternos a la Palabra de Dios revelada y a su voluntad. Pero el error se desliza con facilidad en las doctrinas que formulan los mejores hombres, a favor de las cuales muchos hombres contienden, mientras que otros se oponen. Pero aquí se nos dice que el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. Y esto nadie es capaz de hacerlo sin aferrarse a Cristo y sin amar al Padre. Seguramente “el Hijo permanece para siempre”. El cristiano puede dormir, pero él permanece para siempre. El Señor viene para despertarlo del sueño de la muerte, o para transformarlo -si entonces sobrevive- conforme a Su gloriosa semejanza, la que se manifestará entonces y para siempre. Pero el cristiano es llamado a reconocer esto como una realidad presente, y para actuar conforme a esta verdad cada día, a fin de no ser arrastrado hacia los contaminantes caminos del mundo, que son considerados muy placenteros, pero que, cada uno de ellos y todos en general, están, por el contrario, cubiertos y llenos de mal y de impiedad.
W. Kelly, An Exposition of The Epistles of John The Apostle, pag. 136-143