Comprar víveres para surtir la despensa o recoger algunas cositas para reponer lo que se ha acabado como suele pasar con ciertos alimentos de consumo cotidiano en los hogares, no es uno de los quehaceres favoritos dentro de mi agenda de ama de casa… pero es una de mis tareas.
Sin embargo, como cada cosa programada dentro de las funciones domésticas, la realizo con placer y la disfruto. Algo extraño me pasa, no sé si le pasará a otros pero al llegar al supermercado, siento que me desinhibo y me entrego al placer de comprar lo que sea que haya que comprar.
Creo que aquí entra en juego aquello de que todo lo que hagamos, debemos hacerlo como para Dios. Así que de por sí, hago que me encante este tiempo.
En medio de esta engorrosa actividad, engorrosa porque hay que hacer largas filas para pagar en la caja, tropezando con la gente, no pudiendo detenernos mucho tiempo mirando un producto porque hay otros esperando detrás y, añadido a todo esto, hay que esperar con turno numerado en los distintos departamentos del establecimiento para solicitar el producto deseado, etc., me compensaba el breve encuentro con mi amiguito, quien cuidadosamente atendía la mercancía que me llevaría.
Siempre procuraba entrar en la fila de la caja donde empacaba Arcadio, porque me gustaba su estilo de trabajo, amén de que me hacía tantas señas a la distancia que me era imposible ignorarlo. A él no había que darle instrucción alguna de cómo empacar; era un especialista haciendo lo suyo. Era un adolescente cuando le conocí; agradable, educado y trabajador, lo que lo hacía merecedor de una buena propina.
Desarrollamos una amistad cliente-trabajador muy interesante por años. Parte de mi afán por tener contacto con él era para animarle a estudiar y no desertar como tantos otros. El me contó que no había podido seguir estudiando en la escuela diurna por tener que trabajar para ayudar en su casa, pero que iba a continuar de noche. De repente, sin embargo, le perdí la pista a Arcadio… casi por un año completo, hasta que me lo encontré en otra tienda.
Al verme, me saludó con mucho entusiasmo; igual expresión de alegría recibió de mi parte. Al preguntarle cómo le había ido y compartirle que había estado orando por él todo ese tiempo, me contó muy sonreído: “Ahora trabajo en una distribuidora de alimentos y estoy en la universidad”. Me quedé corta de palabras para expresarle mi felicidad. Él me tranquilizó diciéndome:
“No se preocupe, nunca olvidaré todos los consejos que usted me dio”. Me di cuenta de cómo el poder de la palabra de nuestra lengua puede dar fruto para muerte o para vida a los que nos rodean, tal y como lo plantease sabiamente el proverbista. Siempre me ha gustado estimular a los muchachos para que no se queden solo empacando bolsas en los supermercados o vendiendo especias en los semáforos, sino que luchen por ser alguien.
Qué recompensa más grande me dio Arcadio cuando años después le volví a ver. Estaba con una guapa señora embarazada y me dice: “¿Sabe qué? ¡Me gradué de la universidad y me casé… le presento a mi esposa!” ¡Vaya! Casi pierdo el conocimiento por unos instantes.
No me desmayé, pero el latir de mi corazón era tan fuerte que me sentí embargada de emoción por muchos días. De más está decir que les abracé fuertemente y les felicité. Aunque nunca supe su apellido ni él el mío… sentí que Dios me había hecho formar parte de su familia. Tan sólo porque pude aprovechar lo rutinario para expresar interés en otros. Vale la pena, ¿verdad?
Hagamoslo esta Navidad...Nos llevaremos hermosas sorpresas!
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