No nos engañemos disfrutando los aplausos que desprenden los discursos sobre el prójimo.
No alcanza por supuesto con derramar agua bendita sobre la frente criminal de los cañones.
Hagamos el intento de arriar nuestra bandera para siempre, de arrancar de nuestra piel el color y las raíces, de retirar nuestro cuerpo de la seguridad de las iglesias, de olvidar hasta el olvido, hasta quedarnos tan desnudos del lado de adentro que podamos comprender que no somos diferentes.
Entonces empecemos a llorar con las lágrimas del otro |