que todo cuanto a porfía
la vana filosofía
pretenda altiva enseñar
Esteban Echeverría, ¨La Cautiva¨
-Ahí va la doña…, decían y se decían. Más por
identificarle el sexo, que porque no tuviera nombre. Porque nombre tenía, y bien
recordado por todos. Era la Marcelina Cruz. Que se vestía como un
paisano, y bruto él, y bastante mal entrazado. Que si no se le conociesen tantos
hijos como cruces habrá en el camposanto de la fortaleza, bien podría dudarse de
su ser femenino. Porque escucharla y verla eran una sola cosa. Gritona y
agusanada de boca como no se conoció ninguna en esta tierra. Bombachas y
alpargatas sucias y gastadas, faja mal entreverada con camisa sempiterna bajo el
poncho de lana cruda, bien ajustado el cuchillo de doce pulgadas con nervadura,
pañuelo rojo y sombrero de ala.
-Ahí va la doña…, decían porque era fácil verla
pasar y alejarse en esta tierra pura arena y conchilla, en que los caballos no
levantan polvo aunque sufran el doble que yendo al norte, porque se hunden de
esfuerzo en esfuerzo. Marcelina montaba un bayo oscuro, brioso y resoplón, que
ahora algunos llamaban gateado, y en la montura brillante de tan humanizada, hoy
iba el Remington compañero imprescindible en las emergencias.
-¿Qué pasa que la vieja calzó la escopeta? ¡Y… no
creo que sea para las liebres! Algo le habrá dicho el ovejero este que la sigue
con el rosado, que resulta ser el encargado que tiene la doña en la laguna. La
vino a buscar y algo más le dijo, porque se ve que la Marcelina va dispuesta a
todo. ¿No ve que lleva la Remington…?
A juzgar por el relato familiar de tercera
generación (1), Marcelina Cruz había llegado a esta tierra pocos meses después
de que los primeros caseríos de obreros quedaran bautizados para la posteridad
como ¨Uriburia¨, y con el afán de que sus hijos estudiaran. Venía
de la laguna Sauce Grande, proximidades del médano más alto y bonito, vecindario
de voroganos que después llamaron Monte Hermoso. Amiga y compañera de armas de
los Ancalao, de los Antenao y de los Linares, que por eso fue seguramente que
decidió asentarse aquí, parando su primer rancho en lo que es hoy el encuentro
de Murature con San Martín. Ahora, eso sí: sus hijos eran unos paisanos bastante
crecidos, que definitivamente estaban más para trabajar en la base que para
estudiar. De manera que el estudio era para los otros cruces: los nietos. Porque
todos eran cruces, fueran cría de uno u otro de los paisanos con los que
resultara haberse acollarado la Marcelina; ellos habían ido cambiando como de
chifle y de montura. Se los mataban. Y también se le iban. Pero el apellido era
el de ella, ¡qué joder! Hijos, hijas y nietos, todos eran Cruz.
¿Y de qué Cruz vendrían? ¿Del gaucho mal
acostumbrado que terminó llevándose a Fierro tierra adentro, o del que firmaba
simplemente con dos rayas cruzadas porque ya ni su apellido recordaba? ¡Ni qué
hablar de los Cruz mejicanos, o de los chilenos! Esos eran pura alcurnia
española, y aquí sólo quedaban criollos ignorantes (2).
Lo cierto es que la tradición familiar que venimos
citando (3) da cuenta de que Marcelina fue hecha cautiva y liberada después por
efectivos de la Fortaleza Protectora, no sin antes haber parido a favor de la
fusión de razas y de un cacique enamorado en dos oportunidades. Y el relato
atribuye al propio Ramón Estomba el gesto fortinero que supuso acogerla en
terreno acristianado e indemnizarla con la entrega de tierras en la laguna del
Sauce Grande. ¡Y además, condimentan la historia agregando que Marcelina supo
parar las indiadas, peleando codo a codo con el Sargento Mayor Francisco
Ancalao!
¡No hay para tanto! O alguna fecha está mal, o la
Marcelina galopaba su gateado con la Remington del setenta y uno bajo el brazo a
los ciento veinte años… De manera que deberá convenirse que nuestro personaje
participó de las luchas fortineras allí por el 1850, época en la que más
preocupaciones trajo Calfucurá a la incipiente villa bahiense, y que todo
arreglo o indemnización lo convino con el Sargento Mayor Iturra, que de cautivas
sabía, y mucho. Ya volveremos, como antes prometiéramos, acometiendo a este
personaje de imagen vasta y curiosísima; agreguemos solamente que le tocó
comandar la Fortaleza en momentos difíciles y que supo negociar espistolarmente
con el salinero Calfucurá, a las mil maravillas (4).
Don José María Rosa recordaba la metodología de un
historiador argentino contemporáneo que, cuando encontraba huecos en su
investigación, los cubría con ficción (5). Y parece que debemos echar mano a
estas malas costumbres para llevar nuestra historia a un término
convincente. Veamos por qué…
La tierra que Iturra, o vaya a saber qué
responsable del acto indemnizatorio puso en cabeza de Marcelina Cruz, fue de una
legua por una legua, con márgenes sobre la laguna del Sauce Grande y litoral
atlántico incluìdos, es decir el actual Monte Hermoso. Entrega simple nomás,
tradición de mano breve, como era costumbre entonces, de tierras que –aùn antes
de febrero del 52- se reputaban propiedad indiscutible del Restaurador. Una
legua cuadrada, en la que habría suficiente comida como para un ejército, que le
llegó surtida de caballadas y vacunos y en la que en poco tiempo Marcelina Cruz
supo tener grandes majadas ovinas. Entonces se hizo fuerte en el comercio de
lanas y carnes.
Después, como queda dicho, alcanzados sus setentas
se fue a la Uriburia y se llevó a todos los cruces. En la estancia quedaron los
ovejeros y un buen grupo de voroganos leales al trabajo.
Lástima grande que esas eran tierras fiscales. Que
confiscadas a Rosas en su momento, después de sancionada la ley de propiedad de
tierras en 1879, fueron pasando de mano en mano, hasta caer en las de don
Emiliano Valdez, político y concejal de General Pueyrredón y Villa de Mar del
Plata, el reconocido y paquete destino de la oligarquía del fin de siglo.
Al morir don Emiliano, los bienes que fueran objeto
de la sucesión salieron a remate. Y el 27 de noviembre de 1897, Silvano Dufaur
compró 4.000 hectáreas del actual Monte Hermoso. Y cuatro años después, en 1901,
hizo lo propio el ganadero inglés Thomas Pouleston, con otras 4.000 hectáreas.
Ya antes Julio Ignacio Sánchez se había instalado en las proximidades con su
estancia La Serena, dando lugar a la estirpe de los Sánchez Elía. Y como su hija
se casó nada menos que con Manuel Quintana, dicen los memoriosos que en 1891 o
1892 el genocida Roca estuvo de visita en lo de los Sánchez Elía, en una jornada
memorable que se recordó rebautizando el lugar como ¨Estancia de los dos
presidentes¨.
Lo demás ya se conoce: Esteban Dufaur, hijo de
Silvano, recibido de Ingeniero, llegó a Monte Hermoso y comenzó su ardua tarea
de sujetar los médanos; después llegaría a la playa la carga de madera
sacrificada por la goleta norteamericana Lucinda Sutton y se levantaría el
primer hotel de madera de la villa. Mientras tanto, Pouleston se afincaba con su
estancia ¨Delta¨, de innegable estilo inglés.
¿Pero nos fuimos de la historia de la Marcelina,
que tan interesante pintaba? No, hombre. ¡Para nada! Es que en 1901, el ovejero
que apareció en Punta Alta reclamando la atención de la doña, llegaba impelido
por ¨la gente leida de la ciudad¨ presente en ese momento en la estancia de la
vieja con papeles que justificaban propiedad y con la intención de lanzar lejos
a todos los ocupantes, voroganos incluídos.
¡Pero cómo, qué estás diciendo ché?, dicen que le
dijo la Marcelina al ovejero, tirándole a la cara el rebenque porque lo tenía al
alcance de la mano y de alguna forma tenía que hacerle perder tiempo a la
confusión. Y después, lo que se sabe. Que se dio cuenta. Y que la vieron pasar
levantando chispas con el gateado y el ovejero detrás con el rosado y cagándose
en las patas.
Pero la doña no llegaría con su cuerpo a cuerpo, ni
con su Rémington, ni con su cuchillo de doce pulgadas y nervadura ancha, ni con
su gateado resoplón, ni con rebenque o nube de arena que valiese para nada.
Porque papeles no tenía, ni uno. Y además, porque al llegar a La Martina, entre
Bajo Hondo y Las Oscuras, le agarró un paro cardíaco, se dobló sobre el caballo
y cayó al piso como un saco de estiércol. Estaba muerta La Marcelina, y ya nada
podrían hacer los otros, o los cruces que quedaban en Punta Alta, para recuperar
tierras, aguas y ovejas. Que ni idea habían tenido nunca de cómo producir tanta
riqueza; sólo la doña sabía.
Los que aprovecharon fueron los que le ocuparon las
tierras. Bandoleros de guante blanco, y con una banca de excepción. Vea usted,
si no… El viejo Silvano Dufaur mandaba desde Buenos Aires todo lo que su quejoso
hijo Esteban reclamaba: un plantel de setenta presidiarios para que sacaran a
mano el junco negro de los bajos de los médanos y allí pudiera
crecer el pasto para los animales. ¡A la marina de guerra le mandó, cuando el
joven se quejó de los voroganos sucios y medrosos! ¡Otra corrida de pobres e
indefensos sumaron estos héroes de cartón recién amanecidos! Le mandó un puente
de hierro importado de Francia, para subsanar las molestias que ocasionaban las
crecidas de la laguna. Y el fabricante del puente logró la satisfacción del
cliente, porque terminó proveyendo el faro Recalada.
¿Y la Marcelina dónde está? ¡Ah! No se sabe… ¿Cómo
que no? Y no. Porque el ovejero la enterró ahí nomás, y tomando al gateado del
cabestro, se volvió a la laguna. Pero no puso testigos o señales, ni una cruz
miserable, para doña Marcelina Cruz. Y nadie, ni los cruces saben dónde andará
pudriéndose la doña (6).
- Imagínese usted, si andan buscando uno de estos
bichos raros que aparecieron en las rocas y se encuentran con los huesos de la
vieja… Y los dos, investigador y testigo, rieron con ganas festejando la
historia.
(1)
Testimonio de Estanislao Oschust,
Vecino de Barrio Göttling, Punta Alta, 22 de noviembre de 2000. Entrevista
realizada por Guillermo Bertinat, que se ha mantenido inédita hasta hoy. Archivo
Histórico Municipal, Partido de Coronel Rosales, Pcia de Buenos Aires.
El testigo estuvo casado con una biznieta de Marcelina
Cruz.
(2)
Don Juan Rodríguez de Padrón,
Doncel del Rey Don Juan II, en sus memorias, afirma que muy cerca de Pontevedra
existió un lugar infanzonado denominado ¨Cruz¨, por lo que se tomó como gallego
este apellido. Don Luis Francisco de la Cruz y Mesía fue creado Marqués de Dos
Fuentes en 24 de setiembre de 1741. De Galicia partió una línea Cruz que fue a
instalarse en Jalapa (México), pasando sus descendientes a La Florida. Don
Nicolás de la Cruz y Bahamonde, vecino de Chile, fue creado Conde de Maule en
1810. Una rama pasó a América en la persona de don Diego de la Cruz Villafranca
y Escobar, tercer abuelo de don Juan Nepomuceno y de don Pablo Pérez de Olano y
Castellanos, que hicieron información de nobleza el 16 de junio de 1797 en la
isla de Cuba. Pero no puede descartarse, aunque las fechas parezcan
muy ajustadas, que Marcelina fuera descendiente de don Luis Cruz y Goyeneche,
político chileno de marcada actividad en el movimiento independentista de ese
país, y que en tal carácter hubiera llegado a la Fortaleza con los acompañantes
del Cacique Venancio. O aún que hubiera sido liberada de su cautiverio y
apadrinada por la familia del citado polìtico.
(3)
Testimonio de Estanislao Oschust,
op cit supra.
(4)
Véase la correspondencia
Calfucurá-Iturra en Pérez, Pilar: ¨Historiadores e historias de Juan Calfucurá¨,
UBA, Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 2007.
(5)
Este historiador era Álvaro Yunque
(Arístides Gandolfi Herrero), al cual hoy me parezco. Pero nada más que hoy…
porque la comparación me queda grande.
(6)
Testimonio de Estanislao Oschust,
op cit supra.
Sonia_Tatiana