Ser tiernos es ser suaves, blandos, delicados, cálidos, amorosos. La ternura es lo contrario de la dureza de la inflexibilidad. Quienes se atrincheran en la dureza, se privan de la hermosa oportunidad de dar y recibir afecto. La ternura atrae, encanta, afirma, fortalece.
La ternura se regala en la mirada, en el tono el tono empleado para solicitar un favor, en el saludo, en la manera de estrechar una mano y hasta en la manera de dirigirnos a la persona que nos atiende en el restaurante. También podemos prodigar ternura en situaciones en las que sería más fácil recurrir a la dureza, como por ejemplo cuando tenemos que corregir a alguien. Ella desaparece, eso sí, cada vez que permitimos que el orgullo o la impaciencia nos dominen.
La ternura es privilegio de aquellos que se atreven a abrir el corazón, de aquellos que no temen ser vulnerables; por eso es patrimonio de las alma claras. Los niños educados con amor son casi siempre tiernos, al igual que las personas de edad avanzada que han vivido activa y plenamente.
Siempre he pensado que uno de los ingredientes del amor es una sustancia llamada ternura. Una buena dosis de ella le da una dimensión más amplia y significativa al encuentro amoroso. La ternura y la pasión forman una mezcla que nutre, refresca y renueva la relación entre las personas que se aman. La pasión sola se extingue fácilmente, en tanto que la ternura depende menos de fluctuaciones anímicas, sobreviene el envejecimiento del cuerpo y le da juventud al alma.
La ternura es una cualidad que puede ser cultivada y mejorada conscientemente. Ser tiernos es una determinación que podemos tomar, y una decisión que implica riesgos; es decidirnos a amar y a ofrendarnos sin recelos ni temores. Para ser tiernos basta, en el fondo, con ser nosotros mismos.