La anciana campesina caminaba lentamente, cargando con dificultad un atado
de leña para alimentar una hoguera en la que cocinaba.
Su rancho era un pedazo de techo caido sobre una pared, formando un espacio
triangular dentro de este.
Un joven juez que en su tiempo libre paseaba por el campo, se encontró con
ella y
conmovido por la edad y las condiciones en las que vivía la humilde mujer,
decidió buscar la manera de ayudarla.
La señora hablaba en forma alegre y determinada, le conto al juez que comía
de lo que crecía en la granja, que tenía algunas gallinas y una vaca que le
producían lo indispensable.
No había tonos de queja ni de carencia en la conversación de la anciana,
todo lo contrario,
sus palabras estaban plenas de gratitud y esperanza.
Después de haber conversado un buen rato, el juez le pregunto a la campesina:
- Disculpe señora, hay alguna forma en la que la pueda ayudar? Tal vez ropa,
o medicinas?
Si en algo puedo colaborarle solo dígame y con gusto hare lo que pueda.
La anciana guardo silencio por un momento, y finalmente respondió:
- Muchas gracias, en realidad no necesito nada para mí, pero si para el viejito.
- El viejito?-, pregunto el juez.
- Si -continuo la señora-, está muy enfermo, está adentro en la casa, ya no
se puede ni parar, tiene muchos dolores, me toca hacerle todo porque el
pobre no puede ni moverse.
- Y que tiene su esposo?- replico el juez, sorprendido.
- No es mi esposo -respondió la anciana-, es un viejito que encontré desamparado
y como lo iba a dejar solito? Por eso desde hace como dos años que lo estoy cuidando.
Nadie es tan pobre que no pueda dar, nadie es tan rico que no necesite recibir.
UN ABRAZO APRETADITO
GRACIELA