¡Senor! Tú que
enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú
llevaste por la Tierra.
Dame el amor único de mi escuela; que ni la
quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los
instantes.
Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el
desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba,
la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren. No me
duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que
enseñe.
Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y
defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Dame que alcance a
hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi
más penetrante melodía, para cuando mis labios no canten
más.
Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no
renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por él.
Pon en mi
escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de ninos
descalzos.
Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer
pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión
que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida |