Jorge Bucay
En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se
encontraba el viejo Eliahu de rodillas, a un costado de algunas palmeras
datileras.
Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a
abrevar sus camellos y vio a Eliahu transpirando, mientras parecía cavar en la
arena.
- ¿Que tal anciano? La paz sea contigo.
- Contigo -contestó Eliahu
sin dejar su tarea.
- ¿Qué haces aquí, con esta temperatura, y esa pala en
las manos?
- Siembro -contestó el viejo.
- Qué siembras aquí, Eliahu?
-
Dátiles -respondió Eliahu mientras señalaba a su alrededor el
palmar.
-¡Dátiles!! -repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien
escucha la mayor estupidez.
-El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo.
Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor.
- No, debo
terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos...
- Dime, amigo: ¿cuántos
años tienes?
- No sé... sesenta, setenta, ochenta, no sé... lo he olvidado...
pero eso, ¿qué importa?
- Mira, amigo, los datileros tardan más de cincuenta
años en crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de
dar frutos.
Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojala vivas hasta los
ciento un años, pero tú sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de
lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo.
-Mira, Hakim, yo comí los
dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar esos dátiles. Yo
siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto... y
aunque solo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi
tarea.
- Me has dado una gran lección, Eliahu, déjame que te pague con una
bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste - y diciendo esto, Hakim le
puso en la mano al viejo una bolsa de cuero.
- Te agradezco tus monedas,
amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar
lo que sembrara. Parecía cierto y sin embargo, mira, todavía no termino de
sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.
- Tu
sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y
es quizás más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta
lección con otra bolsa de monedas.
-Y a veces pasa esto -siguió el anciano y
extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas-: sembré para no cosechar y
antes de terminar de sembrar ya coseché no solo una, sino dos veces.
-Ya
basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que
no me alcance toda mi fortuna para pagarte...