ARTE | VIDA DE UNA MODELO La mujer morena
Fue la modelo más famosa de Julio Romero de Torres y su imagen estuvo impresa en casi mil millones de los antiguos billetes marrones de 100 pesetas. Sin embargo, María Teresa López, “La Chiquita piconera” del cuadro más universal del artista cordobés, vive en un asilo, sin dinero y amargada por los recuerdos de una vida ingrata marcada por quienes la acusaron de ser amante del pintor.
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Reproducción del billete de 100 pesetas, emitido en 1953 y retirado en 1978, con la imagen del cuadro “La Fuensanta”, pintado por Julio Romero. María Teresa se lo dedicó a una amiga. |
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Una imagen de la muchacha a los 16 años edad. |
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María Teresa tenía 16 años cuando fue retratada por Julio Romero de Torres en su último cuadro, “La Chiquita piconera”, que a la postre fue su testamento pictórico, según sus críticos. |
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por Juan Carlos de la Cal. Fotografías de Chema Conesa
Su última cita con la Historia pasa por la habitación 216 de un asilo andaluz. La Morena de la copla, la reina de las mujeres, la del bordado mantón, la del clavel español, la que prestó su rostro a los casi 1.000 millones de billetes de 100 pesetas en la posguerra, apura el fin de su existencia perseguida por sus recuerdos, con el único consuelo de las hermanas salesianas del Sagrado Corazón de Jesús. Ellas, las afanosas monjitas, son las encargadas de cuidar a la penúltima modelo viva que queda de las decenas que se prestaron voluntariamente para ser retratadas a principios del siglo pasado por el inmortal pintor cordobés Julio Romero de Torres.
Y, sin duda, María Teresa López es la más famosa de todas. Ella es La Chiquita piconera, la adolescente que se calienta los pies en un brasero lleno de trozos de carbón; La Fuensanta que nos miraba a todos desde aquellos billetes de banco marrones; La mujer morena de la copla y blanco de todas las maledicencias populares de aquella España perdedora y castigadora de sus ídolos. La encontramos el pasado ii de septiembre, celebrando su 89 cumpleaños en el comedor del Hospital de San Sebastián, una cuidada y bonita residencia de ancianos regentada por las religiosas salesianas en el centro del pueblo cordobés de Puebla del Río.
Aunque la edad haya ajado su memoria y su cabello sea blanco, su presencia permanece intacta, posando para las fotos serenamente, sin apenas un movimiento, como le gustaba al pintor tenerla por las tardes en su estudio hace más de 70 años. A pesar de que la televisión y todos los periódicos sólo hablen estos días de lo que ocurrió en Estados Unidos hace un año, María Teresa, la auténtica Piconera, pide también su espacio, porque el ii de septiembre ya existía en el calendario antes de que los aviones surcaran el cielo...
La primera luz que vio aquel día de i9i3 fue la del rancho que su padre, Inocencio, tenía en las cercanías de Buenos Aires. Hasta allí había llegado en compañía de su esposa Teresa a “hacer las américas”, como se decía entonces, e invertir la sustanciosa cantidad de dinero que había heredado de su familia. Los recuerdos de María Teresa se funden entre verdes e inmensos prados, caballos salvajes, un jardín lleno de flores y una madre que la llama “india brava” porque era incapaz de estarse quieta. La Primera Guerra Mundial acabó con la prosperidad del país suramericano y la familia volvió a su tierra natal cuando nuestra protagonista acababa de cumplir los siete años. Regresaron a bordo del transatlántico Reina Victoria Eugenia y la travesía hasta Cádiz duró tres semanas. Se instalaron en la casa de su abuela paterna, en el castizo barrio cordobés de San Pedro, no muy lejos de la Plaza del Potro, donde Julio Romero de Torres –ya un pintor consagrado– tenía unidas su casa y su estudio.
Objeto de deseo. La relación entre las dos familias no tardó en nacer –las dos eran clanes de señoritos– y la cándida belleza de María Teresa –delgadita, morena, con grandes ojos negros que la hacían parecer mayor– no pasó inadvertida para el pintor, obsesionado por plasmar en sus lienzos a toda mujer –o proyecto de mujer– que cumpliera con los cánones iconografiados por sus críticos y clientes. Una tarde de invierno, a los pocos meses de llegar a Córdoba, Margarita, la mandadera que servía en casa de los Romero, cogió a Teresa de la mano y se la llevó directamente al estudio de Julio. “Vamos niña, que te voy a presentar a un señor muy importante amigo de tu padre que te quiere conocer”, le dijo a modo de introducción. “Eres muy guapa. Ven las tardes que puedas si quieres que te pinte”, le dijo él sin más preámbulos. Le pagaba tres pesetas por sesión, por quedarse inmóvil durante horas.
Y así fueron pasando los años. Julio estaba la mayor parte del tiempo en Madrid y sólo volvía a Córdoba en fechas señaladas para estar junto a su familia y pintar a sus “modelos fijas”. María Teresa era una de ellas. En cada encuentro el pintor le decía “¡Cómo has crecido niña!” y la llamaba para posar todas las tardes que pudiera...
Pero un día, el hombre se dio cuenta de que “la niña” había crecido demasiado y su fascinación por ella empezó a transformarse en ese oscuro objeto de deseo que asola a los hombres maduros y mujeriegos. “Un verano noté que estaba nervioso. Entonces llegaba hasta mí y me estrujaba tanto que me hacía daño. Yo no me encontraba a gusto a pesar de que todavía era una niña y no sospechaba la razón de esos extraños abrazos. De repente, un día me propuso que me fuese a Madrid y que él me colocaría como modelo fija o de corista en algunas compañías de esas de variedades que tanto gustaban en la época. Como no sabía de lo que me hablaba no le hice caso. Pero empecé a tomarle miedo. Cuando nos quedábamos solos yo temblaba y estaba deseando que llegase alguien de la familia. No sabía por qué, pero no me gustaba...”, cuenta la propia María Teresa en unas memorias manuscritas inéditas a las que ha tenido acceso Magazine.
El acecho real comenzó cuando la muchacha había cumplido ya los 14 años. “Conforme pasaba el tiempo me fui dando cuenta de lo que verdaderamente quería de mí. A partir de ese momento y hasta su muerte, tres años después, casi no pintó a otras porque estaba obsesionado por poseerme. Por eso me pintaba una y otra vez, a ver si había una ocasión y a la fuerza lo conseguía. Cada vez que nos quedábamos solos me atacaba como un loco. Muchos días me rompió los tirantes de la combinación cuando salía corriendo del estudio... No me atreví a decírselo a mi padre para evitar un escándalo, porque él tenía negocios con el hermano de Julio, Enrique, y seguí acudiendo a posar, rezando para que su familia no lo dejase solo conmigo. Afortunadamente creo que su mujer se dio cuenta de algo y siempre estaba al acecho, entrando al estudio con cualquier disculpa y poniéndole a él de mal humor”, continúa narrando María Teresa en sus memorias.
En 1929, los médicos le diagnosticaron al pintor una grave dolencia hepática –las malas lenguas dicen que una cirrosis fruto de sus insaciables correrías durante su vida bohemia– y Julio Romero de Torres decidió regresar a Córdoba para tratar de recuperar la salud al cuidado de su familia. Sus postreros cuadros, entre ellos el de La Chiquita piconera –el último de toda su extensa obra–, los pintó prácticamente en su dormitorio, el único lugar en el que ya no se atrevió a acosar a su adolescente musa. La obra, considerada por los críticos como el testamento pictórico del artista cordobés, la concluyó entre enero y febrero de 1930, tres meses antes de su muerte, acaecida el i0 de mayo a los 55 años.
Gran mujeriego. Desde su juventud, Julio Romero de Torres se ganó una merecida fama de seductor y mujeriego. Se casó en 1899 con Francisca Pellicer, hija de un ingeniero de minas, mayor que él y con la que tuvo tres hijos. Alto, delgado, fibroso, con su mirada de actor de cine mudo y muy introducido en los círculos bohemios, tanto de Madrid como de Córdoba, al pintor se le atribuyen innumerables romances con todo tipo de mujeres: actrices, cantantes, sus propias modelos y hasta con alguna que otra dama de alta alcurnia. Sus biógrafos lo describen como “un hombre de gallarda apostura que rayaba lo extraordinario cuando vestía la airosa capa y el sombrero cordobés; con gesto entre pensativo y desdeñoso, y ademán reposado. Los ojos maduros de mirar hondo, y la boca de finos labios sobre la cual se dibujaba un cuidado bigote. La frente despejada rematada por el cabello peinado a raya...”. En definitiva, una buena percha para ejercer de Don Juan con todas las garantías del mundo.
Su primer gran impacto social, en el que se relacionaba su trabajo con su afición por el género femenino, fue el cuadro Vividoras del amor, de i906, en el que retrató a cuatro mujeres –presuntas prostitutas– calentándose en torno a un brasero a la espera de clientes. La obra fue rechazada por “inmoral” en la Exposición Nacional de Bellas Artes de aquel año, hecho que fue denunciado por todo el círculo de intelectuales que rodeaba a Julio (encabezado por Valle-Inclán), lo que impulsó aún más su incipiente fama. A partir de ese momento, sus siguientes obras estuvieron marcadas por la ligera perversión que aportaban los hombros desnudos, la insinuación de los pequeños senos de sus modelos, las medias rutilantes, los rasos aterciopelados, el pelo afrodisiaco, la tormentosa castidad...
Entre sus conquistas más famosas figura la actriz Elena Pardo –que posó para otro cuadro inacabado, precursor de La Chiquita piconera–, la bella modelo Carmen Serna, de la que se dice que murió de dolor pocos días después del fallecimiento del pintor; la cantante Dolores Castro, conocida como Dora, la cordobesita, y que acabó ilustrando la etiqueta de anís La Cordobesa; la bailarina sevillana Elisa Muñiz, Amarantina, que aparece reiteradamente en sus cuadros abrazada a una guitarra o recostada en un cojín con esa perturbadora belleza andaluza... En su estudio fue encontrado un cojín relleno con un montón de mechas de cabello de diferentes mujeres que el pintor coleccionaba como fetiches de sus amoríos o producto de los regalos inocentes de sus admiradoras.
La pauta común que seguían todas sus modelos respondía a los cánones de belleza de la época: mujeres de grandes ojos, mirada enigmática, anchas caderas y cuerpo esbelto, y con largas melenas. De otra modelo, La Cartulina, se comenta que fue asesinada por su novio al enterarse de que había posado desnuda para el pintor. Incluso Natalia Castro, una bella gitana de Linares y que durante años mantuvo que ella era la auténtica Piconera hasta que fue desautorizada por la familia de Julio, aseguró a los cuatro vientos que el pintor “me hizo su amante, lavándome la cara con agua bendita...”.
Con estos antecedentes, no es difícil entender cómo la estrecha moral de la época sacó punta al peor de sus estigmas y empezaron a circular todo tipo de chascarrillos sobre las relaciones amorosas del pintor con sus modelos. Y lo peor para ellas –la mayoría negó siempre estos hechos– es que estos rumores acabaron convertidos en coplillas que se extendieron como un maligno reguero de pólvora por toda la península. ¡Ay chiquita piconera, mi piconera chiquita!/ Esa carita de cera a mí el sentío me quita/ Te voy pintando y pintando/ al laíto del brasero/ y a la vez me voy quemando/ de lo mucho que te quiero/ Válgame San Rafael/ tener el agua tan cerca y no poderla beber..., decía una de las canciones que se sucedieron a la muerte de Julio Romero de Torres. Según confesó en su día Nicolás-Miguel Callejón, uno de los autores de esta letra –cantada por Estrellita Castro, entre otras–, el propio pintor le había confesado el amor (o el deseo) que sentía por María Teresa poco antes de morir.
“Ser la modelo del pintor ma amargó la vida”, afirma María Teresa. “Hasta mi padre me pegó un día al llegar a casa harto ya de tantas murmuraciones y poco menos que acusándome de haberme acostado con él. ¡Pero si yo no hice nada! Al poco tiempo me eché un novio y ni él mismo confiaba en mi virginidad. Estaba tan seguro de que me había acostado con el pintor que me obligó a hacer el amor antes de casarnos para comprobarlo. Cuando vio la sangre se quedó tranquilo. Y tuve tan mala suerte que me quedé embarazada a la primera. Poco después contrajimos matrimonio por lo civil y nació mi niña, a la que llamamos Paquita”.
La criatura sólo vivió tres días. La costumbre de la época era llevar a los recién nacidos a bautizarlos inmediatamente y después al médico para que certificase su nacimiento. “Y a mi niña se la llevó mi suegra mal arropada, por lo que la pobrecita se cogió una pulmonía que la mató”, continúa La Piconera con un atisbo de tristeza en su rostro. El matrimonio sobrevivió dos años más “en medio de innumerables perrerías que no puedo contar. Ese hombre me trataba como a una mujer de la calle, llevándome a sus amigotes a casa para que me acostara con ellos, cosa que no hice a pesar de las palizas que me daba”, recuerda indignada María Teresa, hasta que decidieron separarse de mutuo acuerdo.
A partir de ese momento, La Piconera inició un peregrinaje vital lleno de sinsabores en sus relaciones con los hombres. Nunca más tuvo pareja. “Desde pequeña di con hombres viciosos y degenerados que se quisieron aprovechar de mí de todas las maneras posibles. Oían las coplas y pensaban que poco menos que era una puta, que yo era la mala y que tenían derecho a todo. Pero nunca hice nada de lo que tenga que arrepentirme. Me pasé media vida cosiendo, cortando pelos en peluquerías para luego acabar aquí, en este asilo, donde me tratan muy bien, pero que no consigue apagar el amargor de mis recuerdos”.
A pesar de haber ilustrado cientos de millones de billetes de banco, María Teresa López sólo recibe una pequeña pensión contributiva del Estado que apenas sirve para subvencionar su estancia en la residencia y la ayuda de la Asociación de Ayuda a Personas Mayores de Córdoba. No reniega de su fama –sus memorias las firma como La Chiquita piconera y se enfada mucho cuando dudan de su identidad–, porque éste es el único honor que le queda de una vida llena de contratiempos por algo que nunca hizo: convertirse en la amante adolescente de un pintor al que le gustaban demasiado las modelos a las que retrataba. Nacida un ii de septiembre, María Teresa López, la mujer morena, la de los billetes de 100 pesetas, la de la copla, reivindica su lugar en la Historia...
TERE
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