Hagan juego:
El juez sospechoso
Once de la mañana y me encontraba en la puerta del viejo almacén, que rebosaba de fotógrafos y policías. El tránsito de vehículos se limitaba a coches patrulla y Rolls Royce de los inspectores más importantes de la ciudad. Por lo demás, el tráfico había sido cortado en un par de manzanas a la redonda, provocando que el efecto "hora-punta" de la una se adelantara cuatro horas. El sonido de los cláxones se fundía con el llanto de una señora que, sentada en el bordillo de la acera, era atendida por el inspector Gilligan.
–Buenos días, inspector –saludé y me llevé una mano al sombrero–. Señora. –¡Si es el superdetective! –exclamó Gilligan en tono irónico–. Precisamente quería hablar contigo. ¿Qué te trae por el lugar? –Pasaba por aquí –Me encogí de hombros mientras observaba la puerta del almacén. Ésta era un hervidero de policías que no dejaban de entrar y salir de forma que, si bien hacia dentro iban solos, al aparecer lo hacían siempre transportando un cadáver. –Todos muertos –Gilligan se puso en pie y sacudió su pantalón.
Gilligan tenía el bigote irlandés más rubio que jamás había visto. Probablemente también fuera el tipo más gordo de la ciudad, y la confluencia de ambas características hacía que no pasara desapercibido.
–¿Se sabe cómo? –indagué. El inspector asintió y señaló con el dedo. –El forense ha examinado los tres primeros cadáveres. Envenenados. Ocurrió hace menos de seis horas. –Ése color verde es bastante revelador –respondí mirando el rostro inerte de los cuerpos. Gilligan me miró de soslayo. –Dentro del almacén había un casino ilegal. No sabrías de nadie conocido que estuviera aquí anoche, ¿verdad? –preguntó. –¿Por qué? –esquivé yo. –No sé. Tal vez te suene: edad avanzada, estatura pequeña, gafas, nariz aguileña y casi sin pelo –El inspector se volvió hacia mí–. Me han dicho que últimamente se os ve mucho juntos. –¿Te refieres a tu madre, Gilligan? –reí–. De acuerdo, lo confieso. Estuve con ella, pero la traté bien. El inspector me observó con frialdad. Luego me agarró del brazo y me condujo hasta el final de la calle, donde nadie pudiera oírnos. –Escúchame, hombre –susurró–. Tanto esa mujer que está llorando en la acera como otros dos supervivientes han descrito a la misma persona como uno de los que estaban en la fiesta. ¿Conoces a alguien más aparte de tu amigo el juez Mereda que corresponda a esa descripción? Yo tampoco. Así que esta mañana llamé a su casa para hablar con él. Su sirvienta me aseguró que no podía ponerse porque todavía estaba durmiendo. Al parecer, anoche llegó más tarde de las cuatro. Quiero ayudarle, pero si no me dices nada no me quedará otro remedio que arrestarle. –¿Con qué cargos? ¿Trasnochar? –Los testigos afirman que estuvo ahí dentro más de una hora. Algunos llegaron a confundirlo con el camarero porque se pasó todo el rato sirviendo ponche –reveló el inspector–. ¿Y a que no adivinas dónde se encontraba el veneno que ha matado a toda esa gente? –No hay móvil. ¿Por qué querría Mereda cargarse a toda esa gente? –No sé. Dímelo tú. Tal vez no haya móvil para una condena, pero tengo tres testigos que me permitirán meterlo entre rejas hasta el juicio –aseguró Gilligan–. Y sabes que en la cárcel no faltan prisioneros a los que les encantaría volver a ver a Mereda. Tenía razón. Con su particular estilo, su fama de incorruptible y una mano severa para los delincuentes, al juez se la tenía jurada más de la mitad de las bandas de la ciudad, además de los ladrones y asesinos autónomos y algún que otro abogado defensor. Si Mereda entraba en prisión, saldría con los pies por delante; eso si no se los cortaban primero. –De acuerdo, Gilligan –cedí–. Tú ganas. Anoche estuvimos aquí.
Le conté entonces toda la historia. El chivatazo, la complicación con el gorila de la entrada, el matemático ruso, la caja fuerte y la huída a través de la ventana. No sabía Gilligan que se trataba de una fiesta organizada por "Boss" Luca hasta que le conté que al llegar habíamos visto su efigie en una estatua de hielo. Por lo demás, el malvado Luca no había dejado ninguna otra pista, como era habitual, por otra parte.
–Pero es imposible que fuera el ponche –añadí para concluir–. Yo bebí de él. –¿Cuánto? –Un par de vasos, creo. –¿Eso fue antes, o después de dejar a Mereda solo? –Antes –hice memoria–. Pero recuerdo que al volver me ofreció un vaso. –Las ocho poncheras estaban a rebosar de veneno. Las hemos examinado. Un solo trago de ese ponche podría matar a un toro en cuestión de segundos –aseguró–. ¿Crees que envenenó la bebida y luego quiso matarte? –¿Bromeas? –exclamé–. Ni lo uno ni lo otro. Mereda no es de ésos, y lo sabes. –Pues ya me dirás. –¿Y los supervivientes? –Los tres son abstemios. Al menos, eso es lo que dicen.
Se presentaba un problema. ¿Sería posible que Mereda hubiera envenenado a todos los asistentes a la fiesta, que hubiéramos acudido allí por un plan del viejo juez y por eso se quedó sirviendo el ponche? ¿Le echaría el veneno mientras yo estaba en el piso de arriba? Y, siendo así, ¿por qué me ofreció un vaso de ponche? Tenía que encontrar una respuesta o Mereda iría a la cárcel, y poco después dos metros bajo tierra, fuera culpable o inocente.
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