Sucede cuando el sueño se aleja, desvencijado entre las luces y los susurros del alba. Entonces me doy vuelta y alargo la despedida, aferrada a una ausencia cuya presencia me lastimará, pero mucho más tarde.
Mientras, descanso en la comisura de un tiempo vacilante.
Te siento tal como antes, como casi todos los días, en esa zona franca del despertar incipiente que habilita un brevísimo tiempo de milagros. Y me digo que es una suerte que estés ahí, arropando el silencio de la noche en fuga.
¿Nunca te fuiste… ?
Arrastro pesares que no cierran y resulta que sigues allí, al amparo de la última estrella y resistente a las claridades que ofrenda el horizonte.
¡Ah, cuánto siento haberme recluido en soledades artificiales! No te imaginas cuánto...
Pero lo importante es que sigues acá.
Los párpados me pesan doblegados por tu ternura y, con placidez, se acomodan en la duermevela de una canción de cuna… Me abandono en la abertura a medio camino entre la vigilia y el sueño que, por primera vez, no me importuna.
Todavía no sé.
No deseo saber.
Estiro las manos y te llamo, como cuando estabas y yo sólo conocía certezas. "Ya verás que todo irá mejor a partir de hoy", me dirás. Y yo te creeré.
Me gusta llamarte. Me gusta mi voz cuando te nombra. Me gusta la ventana y el olor de las fresias, justo el de tus manos cuando tocas mi hombro. Giro hacia la luz, por fin abro los ojos, buscándote… Y recapitulo bruscamente.
Es el turno de las lágrimas.
Vuelvo a llamarte pero no respondes. De pronto te has ido.
¡Otra vez el ritual que me entrega expugnable a las ferocidades de la realidad!
Y comprendo.
Me ha regido la extraña rosa de los vientos del renuevo de lo viejo.
Pero soy dócil, sostengo la decepción.
Hay otras vidas de este lado. Debo irme.
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