Como diria Roque Schneider en sus hermosisimas palabras, “El amor es la mejor musica en la partitura de la vida. Sin el, seras un eterno desafinado en el inmenso coro de la humanidad.
Todo mi cariño,
Rosy O'Brien
Una Historia de amor en La Habana
Una bellísima historia de amor palpita aún en las paredes de la actual Casa de la Amistad del Vedado habanero. Tan bella es, que el más ingenioso de los literatos le reprocharía a la Fantasía el haber dejado escapar hacia el mundo real vivencias semejantes.
Aunque sucedió una vez, no son muchos los que recuerdan aquel singular escándalo de principios de siglo que estremeció a la aristocracia cubana e involucró tanto a la presidencia de la naciente República como al
mismísimo Papa.
Es la historia de amor entre uno de los más ricos hacendados de la Isla y una de las más bellas mujeres, que desgraciadamente, estaba casada. Catalina Lasa fue una hermosa dama que, desde la primera década del siglo XX, se destacó, por su belleza, en los salones de la alta sociedad habanera. En 1902 y 1904 había obtenido el título de Reina de Belleza. La prensa al referirse a ella la nombraba “maga halagadora”, debido, quizá, a lo hechizante de su hermosura, era una mujer impresionantemente atractiva, de pelo castaño claro, ojos muy azules y redondos.
La joven Catalina Lasa, perteneciente a la clase media, elevó su status social al contraer santo matrimonio con Luis Estévez Abreu, hijo de Luis Estévez Romero, primer vicepresidente de la República de Cuba, y de la patriota Marta Abreu. Todo parecía indicar que los jóvenes habían nacido el uno para el otro. Pero un buen día, junto a su esposo Luis Estévez Abreu, Catalina participó en una fiesta en uno de los grandes salones. Todos la admiraban y ella correspondía con la frescura de su sonrisa y delicados ademanes.
La noche transcurría así entre elogios, besamanos y conversaciones triviales, cuando de pronto la joven descubrió que los ojos de un elegante caballero la miraban insistentemente. Sin la menor perturbación, Catalina correspondió a aquella mirada. Se trataba de Juan Pedro Baró, uno de los más ricos hacendados de aquella época, acaudalado terrateniente y dueño de varios centrales azucareros en la Isla, quien quedó prendado ante los ojos azules y la escultural belleza del cuerpo de Catalina, a la que todos los presentes prodigaban halagos. Catalina empezó a sentirse inquieta, algo había deshecho el aparente equilibrio de su sólido matrimonio. Y Juan pedro Baró se convertiría, desde ese mismo momento, en el enemigo más odiado de la familia Estévez-Abreu.
Surgió así una pasión súbita, sin límites, y comenzaron los encuentros a escondidas entre Catalina y Juan Pedro. . Descubiertos por la tía del esposo de la joven, la situación alcanzó niveles de escándalo, alimentando así el morbo de una sociedad hipócrita y perniciosa. Como aún no había sido aprobada en Cuba la Ley del Divorcio, Catalina Lasa se atrevió a pedir a su esposo la separación, pero éste ni quiso escucharla, el esposo temía perder el gran prestigio de su apellido.
El escándalo alcanzó la cumbre cuando aquella joven, valiente por su amor y sin importarle el desdén de todos, rompió, al menos de palabra, la ya obligada unión para refugiarse en los señoriales brazos del amado.
Fue entonces que ella determinó irse a vivir junto con Juan Pedro Baró, decisión que, si bien significó una realización sentimental, también trajo momentos muy desagradables a la pareja.
Se narra que en una función de ópera en el teatro Nacional, el más lujoso e importante coliseo habanero, los concurrentes abandonaron poco a poco la sala en repudio a la presencia de Juan Pedro Baró y Catalina Lasa, quien lloró desconsoladamente al contemplar ese hecho. Pero permanecieron en su palco hasta el final del espectáculo y, en agradecimiento a los artistas, que no interrumpieron el desarrollo de la obra, ella les lanzó al escenario sus pulseras y collares.
A causa de los prejuicios de la época y presionado por miembros de su familia, Luis Estévez Abreu mandó a abrir un expediente judicial contra Catalina, y se dictó una orden de captura por bigamia. En todas las revistas y periódicos aparecían sus fotos con comentarios, acusaciones y hasta inventos. Así fue que viajaron hasta Europa, no para buscar un refugio sino, más bien, para cumplir con un destierro impuesto. Huyeron a París. Pero hasta la vieja Europa los persigue el odio, pues la aristocrática y bien posesionada familia Estévez-Abreu los denuncia a la INTERPOL por practicar la bigamia, más por la humillación que por lavar su honor. En Francia Catalina logra casarse con su amante Juan Pedro. Pero en Cuba su esposo, Luis Estévez, la acusa de bigamia y adulterio. El suegro, el señor vicepresidente, estaba verdaderamente molesto.
Después, disfrazados y por rutas diferentes, arribaron a Italia: El reencuentro tuvo lugar en Marsella, donde disfrutarían de la belleza de este centro urbano, y, finalmente, Italia. En Roma. En busca de consuelo los amantes tocaron la puerta del Vaticano. Durante gran parte de esa tarde el Papa escuchó su historia quizás conmovido, la máxima autoridad católica bendijo a los dos enamorados y dispuso la disolución del ya caduco matrimonio. La máxima autoridad de la Iglesia Católica los bendijo y anuló el matrimonio religioso de Catalina Lasa y Luis Estévez Abreu.
El presidente cubano Mario García Menocal aprobó en 1917 la Ley de Divorcio en la isla caribeña. Ese mismo año se registró la separación de Catalina de su primer esposo. Luis Estévez Jr., hijo del vicepresidente de la República de Cuba, y, a su vez, padre de su único hijo. Ella y Juan Pedro Baró pudieron regresar a La Habana, donde volvieron a ser admitidos en los salones de la alta sociedad.
En el año 1919 Juan pedro Baró hizo edificar, casi a lo largo de una década, un Palacete en la Avenida Paseo, de la barriada de El Vedado, el cual se inauguró en 1926. El singular palacete estaba inspirado, en sus formas exteriores, en el estilo del Renacimiento italiano. Los cimientos eran enormes, y los transeúntes se preguntaban para quién era tanto derroche. La respuesta era un misterio que sólo Juan Pedro conocía.
La construcción, que marcaba un punto de giro en la arquitectura cubana moderna, constituía un nuevo y duradero desafío para la aristocracia. El secreto develó quince días antes de inaugurarse la mansión en 1926: la dueña era Catalina. Los célebres arquitectos de la época Evelio Govantes , quien tuviera a su cargo también la construcción de la Biblioteca Nacional y del Museo Napoleónico.y Félix Cabarrocas proyectan la obra con verdadero aliento renacentista italiano hacia los muros exteriores; mientras hacia el interior, muestra un claro acento -Primera muestra de estilo Art. Decó en Cuba-.
La ejecución corrió a cargo de la constructora estadounidense Purdi and Anderson; mientras la decoración, en los estucos de los salones principales estuvo a cargo de la parisina casa Dominique. Los jardines fueron diseñados por el el urbanista francés Jean Forestier, quien entonces era encargado de la dirección de obras públicas de la ciudad y proyectara los jardines del Paseo del Prado, uno de los artífices de los cambios operados, en la época, en los Campos Eliseos. En Paris había diseñado el jardín de la casa, de estilo italiano y acorde con la fachada hecha de muros, columnas y rejas que parecían eternas.
"Amor, belleza, fastuosidad", así define el Palacete, la crónica de la Época. La inauguración de la casa del matrimonio Baró-Lasa tiene lugar con una gran recepción, en 1926. La cristalería de la casa llegó desde Francia. Se dice que la arena usada en los revestimientos se trajo desde las orillas del Río Nilo. Los mármoles de Carrara, de Italia; los enrejados son franceses y, los vitrales, de la misma nacionalidad, muestran entrelazadas las iniciales de los nombres de los amantes. En aquel momento la obra tuvo un costo de
$1,000,000 (un millón) de dólares.
Con maderas preciosas se hicieron las grandes estanterías y los muebles que el hijo primogénito de Catalina diseñó. Por dentro, gran parte del Palacete se hizo en mármol amarillo, el color preferido de Catalina. Imponente, en espiral y adornada con vitrales franceses, se levantó la escalera que daba paso a los dormitorios, separados, de los dueños.
El día de la inauguración toda la entrada estaba cubierta de tulipanes importados. En las invitaciones destinadas a la misma aristocracia que años atrás se había ofendido con el amor de Catalina y Juan Pedro, se anunciaron los regalos que todos recibirían: pinturas de famosos artistas del momento.
Quienes censuraron aquel amor en los inicios, pronto cambian de casaca y visten trajes mandados a confeccionar a París para asistir al ágape. Fue René Lalique quien confeccionó, para la ocasión, los regalos para los invitados. La crónica social en el Diario de la Marina apunta que fueron de la más fina y moderna cristalería, al estilo Art-Noveau, en los cuales fue aplicada la novedosa técnica del claro de luna, con la cual se logra un cristal con una transparencia lechosa. Hasta el mismísimo Presidente de la República asiste; con anterioridad, ya la pareja le había ofrecido una cena en su honor, tras la promulgación de la Ley de Divorcio y la absolución del antiguo matrimonio.
Parecía que Catalina lo tenía todo, cuando Juan le dio una sorpresa imborrable: ordenó a floricultores del Jardín El Fénix crear una flor para su única rosa, que tuviera el color preferido de su amada: el amarillo.
Dicen que era el cumpleaños de ella y él la agasajó con un hermoso ramo de rosas amarillas. Juan Pedro Baró ordenó la creación de esa nueva variedad de rosa, amarilla de pétalo ancho y puntiagudo y rosado pálido como el color de los mármoles del piso de la casa, para obsequiársela en un aniversario de bodas. En el jardín de la casona Juan Pedro hizo sembrar esa rosa amarilla única, nacida del injerto de floricultores expertos, llamada Catalina Lasa en honor a su eterna amada. Mas pocas veces la joven enamorada pudo verla florecer. Parecía que aún con tanto amor se le escapaba la vida.
La lujosa mansión, considerada una de las de mejores representaciones Art-Decó en Cuba y la tercera en América, fue habitada sólo durante cuatro años por Catalina. Aquella pareja nacida del más puro y ardoroso amor estuvo maldecida desde que se ventiló a la luz pública. Cuentan que fue objeto de los más extraños maleficios y prácticas oscurantistas. La salud de Catalina empezó a deteriorarse en su palacete. Baró se la llevó a Francia Y hasta Paris llegó el enamorado esposo con ella casi en brazos, buscando el remedio milagroso. Pero Catalina esta vez no pudo imponerse a los graves designios de la vida. Se desvaneció entre el más tierno abrazo que él prodigara a mujer alguna. Al cabo de cuatro años, la bella Catalina muere en París, el 3 de diciembre de 1930, en los brazos de Juan Pedro, que cerró sus ojos. Su mirada azul se extinguió para siempre. Se apagó el eco, se desvaneció el hechizo de su risa.
Algunas hipótesis plantean que murió de tuberculosis, otras suponen que fue de una intoxicación producida, al degustar un pescado. Pero ninguna ha sido confirmada. Juan Pedro perdía a quien había escuchado alabarse o quejarse o, a veces, también callarse. Quedaba en la más completa soledad y ya no hubo en su cabeza otro pensamiento que erigir a su rosa única un sepulcro digno de una Reina, en el que él mismo tuviera su lugar.
Su cadáver, sometido a un proceso de embalsamamiento, sería trasladado a Cuba y lo colocaron en una bóveda provisional en la necrópolis de Colón. Inhumada provisionalmente en la propiedad del Sr. Juan Pedro Roig, el 3 de enero de 1931. mientras se levantaba el panteón que Juan Pedro Baró mandó a construir. Allí permaneció hasta el 21 de abril de 1932, de donde la levantaron para acostarla en el lugar que por siempre le correspondería. Ya con anterioridad había comprado, en mayo de 1907, una extensa parcela en la zona más privilegiada y céntrica de la Necrópolis de Colón Hizo énfasis en la solicitud, que el terreno estuviera, exactamente, frente al Panteón de los Bomberos, el último y extraordinario monumento erigido por España en Cuba, al que le hizo un desafío eterno: Plantó en el parterre dos Palmas Reales "para que algún día fueran más grandes que ese escudo español". El deseo de Juan Pedro Baró fue costoso, pues pagó a la Iglesia 1,890 pesos oro por la parcela.
Construyó un impresionante panteón en el centro de la Necrópolis de La Habana. La obra costó medio millón de pesos en oro. El mausoleo que guarda sus restos en la Necrópolis de Colón, se dice, es una continuidad de la casona de mármoles rosados, traídos de Italia de la calle Paseo. En él, se depositaron los restos de Catalina Lasa el 21 de abril de 1932 con un ramo de las rosas que llevan su nombre, pero hecho mediante piedras preciosas. Al interior del panteón, de mármoles blanquísimos, entra todas las mañanas la luz a través de cristales franceses que conforman un encaje de rosas. Y una de ellas se refleja sobre la lápida que guarda los restos de Catalina Lasa. En la entrada, dos ángeles a relieve sobre puertas de granito negro suplican paz para el alma de los enamorados.