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LA PALABRA DE DIOS: EVANGELIO DEL JUEVES 3 DE MARZO/2011...(CON MEDITACIÒN)
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De: ADMINISTRACIÒN  (Mensaje original) Enviado: 03/03/2011 06:04
 
 

 

LECTURAS. Jueves 3 de Marzo/2011

PRIMERA LECTURA

Del libro del Eclesiàstico(Siràcide) 42, 15 - 26

Voy a traer a la memoria las obras del Señor y a contar lo que he visto. Por la palabra de Dios ha sido hecho todo cuanto existe y el mundo entero está sometido a su voluntad. Como la luz del sol ilumina todas las cosas de la tierra, la gloria del Señor llena la creación.

No les concedió a sus ángeles contar todas esas maravillas, que el Señor Todopoderoso estableció firmemente como una prueba manifiesta de su gloria.

El Señor penetra hasta el fondo de los abismos y de los corazones, y conoce todos sus secretos, porque él posee toda la ciencia y conoce el movimiento de los astros; descubre lo pasado, anuncia lo futuro y revela los más recónditos misterios. Ningún pensamiento se le oculta, ninguna cosa se le escapa.

Aquel que existe antes que el tiempo y para todo tiempo, dio esplendor y grandeza a las obras de su sabiduría. Nada se le puede añadir, nada se le puede quitar y no necesita consejero.

¡Qué preciosas son las obras del Señor, y eso que apenas una chispa es lo que vemos! En el universo todo vive y dura para siempre y obedece al Señor en todo momento.

Todas las cosas difieren entre sí, y sin embargo, se complementan. Nada de lo que ha hecho el Señor es inútil; cada una de ellas afirma la excelencia de la otra. ¿Quién se cansará de contemplar la gloria del Señor?

Palabra de Dios.

Te alabamos, Señor.

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SALMO 32

Demos gracias a Dios al son del arpa, que la lira acompañe nuestros cantos; cantemos en su honor nuevos cantares, al compás de instrumentos alabémoslo.

Sincera es la palabra del Señor y todas sus acciones son leales. El ama la justicia y el derecho, la tierra llena está de sus bondades.

La palabra de Dios hizo los cielos y su aliento, los astros. Los mares encerró como en un odre y como en una presa, los océanos.

Que respete al Señor toda la tierra y tiemblen ante él sus moradores; pues el Señor habló y fue hecho todo; lo mandó con su voz y surgió el orbe.

La palabra de DIOS  hizo los cielos.

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Aclamación antes del Evangelio

Aleluya, aleluya.

Yo soy la luz del mundo, dice el Señor; el que me sigue tendrá la luz de la vida.

Aleluya.

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LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGùN SAN MARCOS  (10, 46-52)

¡Gloria a ti, Señor!.

 

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”

Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”

Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús:

“¿Qué quieres que haga por ti?”

El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”.

Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino.

Palabra del Señor.

¡Gloria a ti, Señor Jesús!.

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Meditaciòn de la Palabra

LA FE DE BARTIMEO

— La oración de Bartimeo supera todos los obstáculos. Las dificultades de quienes pretenden acercarse más a Cristo, que pasa cerca de sus vidas.

— Fe y desprendimiento para seguir al Señor. Nuestra oración también ha de ser personal, directa, sin anonimato, como la de Bartimeo.

— Seguir a Cristo en el camino, también en los momentos de oscuridad. Confesión externa de la fe.

I. Relata San Marcos en el Evangelio de la Misa de hoy que Jesús, al salir de Jericó en su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna.

Bartimeo “es un hombre que vive a oscuras, un hombre que vive en la noche. Él no puede, como otros enfermos, llegar hasta Jesús para ser curado. Y ha oído noticias de que hay un profeta de Nazaret que devuelve la vista a los ciegos”.

También nosotros, comenta San Agustín, “tenemos cerrados los ojos del corazón y pasa Jesús para que clamemos”.

El ciego, al sentir el tropel de gente, preguntó qué era aquello; “seguramente, tiene costumbre de distinguir los ruidos: los ruidos de las gentes que van a las faenas del campo, los ruidos de las caravanas que viajan hasta tierras lejanas.

 Pero un día (...) se enteró de que era Jesús de Nazaret el que pasaba. Bartimeo oyó ruidos a una hora quizá desacostumbrada y preguntó –porque no eran los ruidos con los que tenía una cierta familiaridad, eran los ruidos de una muchedumbre diferente–: “¿Qué pasa?”. Y le dicen: Es Jesús de Nazaret.

Al oír este nombre se llenó de fe su corazón. Jesús era la gran oportunidad de su vida. Y comenzó a gritar con todas sus fuerzas: "¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!"

En su alma, la fe se hace oración. “Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud”.

Las dificultades comienzan muy pronto para aquel hombre que busca en su oscuridad a Cristo, que pasa cerca de su vida. Quienes le rodeaban le reprendían para que callase. San Agustín comenta esta frase del Evangelio haciendo notar que cuando un alma se decide a clamar al Señor, o a seguirle, con frecuencia encuentra obstáculos en las personas que le rodean. Le reprendían para que callase:

“Cuando haya comenzado a realizar estas cosas, mis parientes, vecinos y amigos comenzarán a bullir. Los que aman el sigilo se me ponen enfrente. ¿Te has vuelto loco? ¡Qué extremoso eres! ¿Por ventura los demás no son cristianos? Esto es una tontería, es una locura. Y cosas tales clama la turba para que no clamemos los ciegos”. “Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!”.

Bartimeo no les hace el menor caso. Jesús es su gran esperanza, y no sabe si volverá a pasar de nuevo cerca de su vida. Y, en vez de callar, clama más fuerte: Hijo de David, ten compasión de mí. “¿Por qué has de obedecer los reproches de la turba y no caminar sobre las huellas de Jesús que pasa? Os insultarán, os morderán, os echarán atrás, pero tú clama hasta que lleguen tus clamores a los oídos de Jesús, pues quien fuere constante en lo que el Señor mandó, sin atender los pareceres de las turbas y sin hacer gran caso de los que siguen aparentemente a Cristo, antes prefiere la vista que Cristo ha de darle al estrépito de los que vocean, no habrá poder que le retenga, y Jesús se detendrá y le sanará”.

Y, efectivamente, “cuando insistimos fervorosamente en nuestra oración, detenemos a Jesús que va de paso”. La oración del ciego es escuchada. Ha logrado su propósito, a pesar de las dificultades externas, de la presión del ambiente que le rodea y de su propia ceguera, que le impedía saber con exactitud dónde se encontraba Jesús, que permanecía en silencio, sin atender, aparentemente, su petición.

“¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!”.

II. “El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó”.

La comitiva se detiene y Jesús manda llamar a Bartimeo: ¡Ánimo!, levántate, te llama. Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. “¡Tirando su capa!

No sé si tú habrás estado en la guerra. Hace ya muchos años, yo pude pisar alguna vez el campo de batalla, después de algunas horas de haber acabado la pelea; y allí había, abandonados por el suelo, mantas, cantimploras y macutos llenos de recuerdos de familia: cartas, fotografías de personas amadas... ¡Y no eran de los derrotados; eran de los victoriosos! Aquello, todo aquello les sobraba, para correr más aprisa y saltar el parapeto enemigo. Como a Bartimeo, para correr detrás de Cristo.

“No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora”.

Está ahora Bartimeo delante de Jesús. La multitud los rodea y contempla la escena. El Señor le pregunta: ¿Qué quieres que te haga? Él, que podía restituir la vista, ¿ignoraba acaso lo que quería el ciego? Jesús desea que le pidamos. Conoce de antemano nuestras necesidades y quiere remediarlas.

“El ciego contestó enseguida: Señor, que vea. No pide al Señor, oro, sino vista. Poco le importa todo, fuera de ver, porque aunque un ciego puede tener otras muchas cosas, sin la vista no puede ver lo que tiene.

“Imitemos, pues, al que acabamos de oír”. Imitémosle en su fe grande, en su oración perseverante, en su fortaleza para no rendirse ante el ambiente adverso en el que se inician sus primeros pasos hacia Cristo.

“Ojalá que, dándonos cuenta de nuestra ceguera, sentados junto al camino de las Escrituras y oyendo que Jesús pasa, le hagamos detenerse junto a nosotros con la fuerza de nuestra oración”, que debe ser como la de Bartimeo: personal, directa, sin anonimato. A Jesús le llamamos por su nombre y le tratamos de modo directo y concreto.

III. La historia de Bartimeo es nuestra propia historia, pues también nosotros estamos ciegos para muchas cosas, y Jesús está pasando junto a nuestra vida. Quizá ha llegado ya el momento de dejar la cuneta del camino y acompañar a Jesús.

Las palabras de Bartimeo: Señor, que vea, nos pueden servir como una jaculatoria sencilla para repetirla muchas veces, y de modo particular cuando nos falten luces en el apostolado, en cuestiones que no sabemos resolver; pero sobre todo en materias relacionadas con la fe y la vocación. “Cuando se está a oscuras, cegada e inquieta el alma, hemos de acudir, como Bartimeo, a la Luz.

Repite, grita, insiste con más fuerza. “Domine, ut videam!” —¡Señor, que vea!... Y se hará el día para tus ojos, y podrás gozar con la luminaria que Él te concederá”.

En esos momentos de oscuridad, cuando quizá ya no nos acompaña el entusiasmo sensible de los primeros tiempos en que seguimos al Señor; cuando la oración se hace costosa y la fe parece debilitarse; cuando no vemos con tanta claridad el sentido de una pequeña mortificación y se ocultan los frutos del esfuerzo en el apostolado, precisamente entonces es cuando más necesitamos de la oración. En vez de recortar o abandonar el trato con Dios, por el mayor esfuerzo que nos supone, es el momento de mostrar nuestra lealtad, nuestra fidelidad, redoblando el empeño por agradarle.

Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Lo primero que ve Bartimeo en este mundo es el rostro de Cristo. No lo olvidaría jamás. Y le seguía en el camino.

Es lo único que conocemos de Bartimeo: que le seguía por el camino. A través de San Lucas sabemos que le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al presenciarlo, alabó a Dios.

Durante toda su vida recordaría Bartimeo la misericordia de Jesús. Muchos se convertirían a la fe por su testimonio.

Muchas gracias hemos recibido también nosotros. Tan grandes o mayores que la del ciego de Jericó. Y también espera el Señor que nuestra vida y nuestra conducta sirvan a muchos para que encuentren a Jesús presente en nuestro tiempo.

Y le seguía por el camino, glorificando a Dios. Es también un resumen de lo que puede llegar a ser nuestra propia vida si tenemos esa fe viva y operativa, como Bartimeo.

 
 

 



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