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LA PALABRA DE DIOS: SANTO EVANGELIO DEL SÀBADO 5 DE MARZO/2011
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De: ADMINISTRACIÒN  (Mensaje original) Enviado: 05/03/2011 07:50

 

 

PRIMERA LECTURA

Le doy gracias al que me ha concedido sabiduría

LECTURA DEL LIBRO DEL ECLESIàSTICO 51, 17-27

Te doy gracias y te alabo, Señor, y bendeciré tu nombre para siempre.

 Desde mi juventud, antes de torcerme, decidí buscar abiertamente la sabiduría, la busqué y hasta el fin de mis días la perseguiré; crecía como racimo que madura, y mi corazón puso en ella su alegría; mi pie avanzó por el camino recto, pues desde mi juventud seguí sus huellas; tan pronto como le presté oídos, la recibí y obtuve una gran instrucción. La sabiduría me ha hecho progresar, por eso glorificaré al que me la concedió.

Decidí ponerla en práctica, busqué ardorosamente el bien y no quedé defraudado. Luché por ella con toda mi alma, cumpliendo cuidadosamente la ley.

Levanté mis brazos hacia el cielo y deploré conocerla tan poco. Concentré en ella mis anhelos y con un corazón puro la poseí. Desde el principio ella me conquistó, por eso jamás la abandonaré.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.

SALMO RESPONSORIAL. DEL SALMO 18

Los mandatos del Señor alegran el corazón.

La ley del Señor es perfecta y reconforta el alma; inmutables son las palabras del Señor y hacen sabio al sencillo.
Los mandatos del Señor alegran el corazón.

En los mandamientos del Señor hay rectitud y alegría para el corazón; son luz los preceptos del Señor para alumbrar el camino.
Los mandatos del Señor alegran el corazón.

La voluntad de Dios es santa y para siempre estable; los mandatos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Los mandatos del Señor alegran el corazón.

Más deseables que el oro y las piedras preciosas las normas del Señor, y más dulces que la miel de un panal que gotea.
Los mandatos del Señor alegran el corazón.

ACLAMACIòN ANTES DEL EVANGELIO

Aleluya, aleluya.
Que la palabra de Cristo habite en ustedes abundantemente. Háganlo todo dando gracias a Dios Padre por medio de Cristo.
Aleluya.

PROCLAMACIòN DEL SANTO EVANGELIO SEGùN SAN MARCOS 11, 27-33

¡Gloria a Tì Señor!!

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos volvieron a Jerusalén, y mientras Jesús caminaba por el templo, se le acercaron los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le preguntaron:
"¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado autoridad para actuar así?"
Jesús les respondió:
"También yo les voy a hacer una pregunta. Contéstenme y yo les diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿era cosa de Dios o de los hombres? Contéstenme".
Ellos se pusieron a razonar:
"Si decimos que de Dios, dirá: "Entonces, ¿por qué no le creyeron?" Pero ¿cómo vamos a responder que era de los
hombres?"
Tenían miedo a la gente, pues todos consideraban a Juan como profeta. Así que respondieron a Jesús:
"No lo sabemos".
Entonces Jesús les replicó:
"Pues tampoco yo les digo con qué autoridad hago estas cosas".

Palabra del Señor.
Gloria a ti, Señor Jesús.

MEDITACIòN DEL SANTO EVANGELIO

DERECHO Y DEBER DE HACER APOSTOLADO

— El derecho y el deber de todo fiel cristiano de hacer apostolado deriva de su unión con Cristo.

— Rechazar las excusas que impidan “meternos” en la vida de los demás.

— Jesús nos envía ahora como envió a sus discípulos de los comienzos.

I. Se acercaron a Jesús los sumos sacerdotes y los letrados mientras paseaba por los atrios del Templo y le preguntaron: ¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante poder?. Quizá porque no iban dispuestos a escuchar, el Señor acabará dejándoles sin respuesta.

Pero nosotros sabemos que Jesucristo es el soberano Señor del universo, y en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles... Todo ha sido creado por Él y para Él, y el mismo Cristo reconcilió a todos los seres consigo, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz.

Nada del universo ha quedado fuera de la soberanía y del influjo pacificador de Cristo. Se me ha dado todo poder... Tiene la plenitud de la potestad en los cielos y en la tierra: también para evangelizar y llevar a la salvación a cada pueblo y a cada hombre.

Él mismo nos ha llamado a participar de su misión, a meternos en la vida de los demás para que sean felices aquí en la tierra y alcancen el Cielo, para el que han sido creados.

Hemos recibido el mandato de extender su reino, reino de verdad y de vida, reino de santidad, reino de justicia y de paz: “somos Cristo que pasa por el camino de los hombres del mundo”, y de Él debemos aprender a servir y a ayudar a todos, metidos en el entramado de la sociedad. Para poner la vida al servicio de los demás, los fieles laicos no necesitan otro título que el de la vocación de cristianos, recibida en el Bautismo. Ya es suficiente motivo. “El deber y el derecho del laico al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado”. De Él viene el encargo y la misión.

Tenemos derecho a meternos en la vida de los demás, porque en todos nosotros corre la misma vida de Cristo. Y si un miembro cae enfermo, o se encuentra débil, o quizá muerto, todo el cuerpo queda afectado: padece Cristo y sufren también los miembros sanos del cuerpo, ya que “todos los hombres son uno en Cristo”.

Todos, tan distintos, nos unimos en Cristo, y la caridad se hace entonces condición de vida. El derecho a influir en la vida de los demás se torna deber gozoso para cada cristiano, sin que nadie quede excluido, por muy particular que sea su situación en la vida.

Él, Jesús, “no nos pide permiso para “complicarnos la vida”. Se mete y... ¡ya está!”. Y quienes queremos ser sus discípulos debemos hacer eso mismo con los que nos acompañan en el caminar.

 Hemos de aprovechar las oportunidades que se presentan y también aprenderemos a suscitar otras que nos den ocasión de acercar esas almas al Señor: sugiriéndoles la lectura de un buen libro, dándoles un consejo, hablándoles claramente de la necesidad de acudir al sacramento de la Confesión, prestándoles un pequeño servicio.

II. En algún momento quienes están a nuestro alrededor podrían decirnos también: ¿con qué derecho te metes en la vida de los demás?, ¿quién te ha dado permiso para hablar de Cristo, de su doctrina, de sus amables exigencias? O quizá somos nosotros mismos quienes podemos sentir la tentación de preguntarnos: “¿quién me manda a mí meterme en esto?”.

Entonces, “habría de contestarte: te lo manda –te lo pide– el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9, 37-38).

 No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros, para eso estàn los sacerdotes y las monjitas; esas tareas me resultan extrañas. ¡No!, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo.

El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de nosotros. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril”.

La Iglesia nos anima y nos impulsa a dar a conocer a Cristo, sin disculpas ni pretextos, con alegría, en todas las edades de la vida. “Los jóvenes deben convertirse en los primeros e inmediatos apóstoles de los jóvenes, ejerciendo su apostolado personal entre sus propios compañeros (...).

También los niños tienen su propia actividad apostólica. Según su capacidad, son testigos vivientes de Cristo entre sus compañeros”.

 Los jóvenes, los niños, los ancianos, los enfermos, quienes se encuentran sin trabajo o con una tarea floreciente..., todos debemos ser apóstoles que dan a conocer a Cristo con el testimonio de su ejemplo y con su palabra. ¡Qué buenos altavoces tendría Dios en medio del mundo! Él nos dice a todos: Id al mundo entero y predicad el Evangelio...

¡Nos envía el Señor!

El amor a Cristo nos lleva al amor al prójimo; la vocación que hemos recibido nos impulsa a pensar en los demás, a no temer los sacrificios que lleva consigo un amor con obras, pues “no hay señal ni marca que así distinga al hijo de DIOS y al amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación de las almas”

 Por eso, el afán de dar a conocer al Maestro es el indicador que señala la sinceridad de vida del discípulo y la firmeza de su seguimiento.

 Si alguna vez advirtiéramos que no nos preocupa la salvación de las almas, que su lejanía de Dios nos deja indiferentes, que sus necesidades espirituales no provocan una reacción en nuestra alma, sería señal de que nuestra caridad se ha enfriado, pues no da calor a quienes están a nuestro lado.

No es el apostolado algo añadido o superpuesto a la actividad normal del cristiano; es su misma vida cristiana, que tiene como manifestación natural el interés apostólico por familiares, colegas, amigos...

III. ¿Con qué autoridad haces esto?..., le preguntaban aquellos fariseos a Jesús. No es este el momento oportuno para revelar de dónde proviene su potestad. Más tarde dará a conocer a sus discípulos su origen: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra.

La autoridad de Jesús no proviene de los hombres, sino de haber sido constituido por Dios Padre “heredero universal de todas las cosas (cfr. Heb 1, 2), para ser Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del Pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios”.

De ese poder participa la Iglesia entera y cada uno de sus miembros. A todos los cristianos compete esta tarea de proseguir en el mundo la obra de Cristo, pero de modo especial a aquellos que, además de la vocación recibida en el Bautismo, han recibido una particular llamada del Señor para seguirle más de cerca.

Jesús nos apremia, pues “los hombres son llamados a la vida eterna. Son llamados a la salvación. ¿Tenéis conciencia de esto? ¿Tenéis conciencia (...) de que todos los hombres están llamados a vivir con Dios, y que, sin ÉL, pierden la clave del “misterio” de sí mismos?

“Esta llamada a la salvación nos la trae Cristo. Él tiene para el hombre palabras de vida eterna (Jn 6, 68); y se dirige al hombre concreto que vive en la tierra. Se dirige particularmente al hombre que sufre, en el cuerpo o en el alma”.

Jesús nos envía como a aquellos discípulos a quienes hace ir a la aldea vecina en busca de un borrico que se encontraba atado y en el que todavía no había montado nadie. Les manda que lo desaten y se lo lleven, pues había de ser la cabalgadura en la que entraría triunfante en Jerusalén. Y les encargó que si alguno les preguntaba qué hacían con él, le dijeran que el Señor lo necesitaba.

 Actúan para el Señor y en su nombre. No lo hacen por cuenta propia, ni para obtener ellos ningún beneficio personal. Fueron aquellos dos y, efectivamente, encontraron el borrico como les había dicho el Señor. Al desatarlo, sus dueños les dijeron: ¿Por qué desatáis el borrico? Ellos contestaron: Porque el Señor lo necesita, y aquellos discípulos, de quienes no sabemos los nombres pero que serían amigos fieles del Maestro, cumplieron el encargo y realizaron lo que se ha de hacer en todo apostolado: Se lo llevaron a Jesús.

Al explicar San Ambrosio este pasaje, pone de manifiesto tres cosas: el mandato de Jesús, el poder divino con que se lleva a cabo, y el modo ejemplar de vida y de intimidad con el Maestro de quienes realizan el encargo.

Y a este comentario añade San Josemaría Escrivá: “¡Qué admirablemente se acomodan a los hijos de Dios estas palabras de San Ambrosio! Habla del borrico atado con el asna, que necesitaba Jesús, para su triunfo, y comenta: “solo una orden del Señor podía desatarlo. Lo soltaron las manos de los Apóstoles. Para un hecho semejante, se requieren un modo de vivir y una gracia especial. Sé tú también apóstol, para poder librar a los que están cautivos”.

“—Déjame que te glose de nuevo este texto: ¡cuántas veces, por mandato de Jesús, habremos de soltar las ligaduras de las almas, porque Él las necesita para su triunfo! Que sean de apóstol nuestras manos, y nuestras acciones, y nuestra vida... Entonces Dios nos dará también gracia de apóstol, para romper los hierros de los encadenados”, de tantos como siguen atados mientras el Señor espera.

 

 



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