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LA PALABRA DE DIOS: EVANGELIO DEL DOMINGO INICIO DE SEMANA SANTA. ABRIL 17/11
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De: ADMINISTRADORES  (Mensaje original) Enviado: 16/04/2011 13:02

 

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Día Litúrgico: Domingo de Ramos

PROCLAMACION DEL SANTO EVANGELIO SEGUN SAN  MATEO  26, 14 - 27, 66

 

En aquel tiempo uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: «¿Qué estáis dispuestos a darme si os lo entrego?». Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.

 

El primer día de los ácimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:

"¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?". Él contestó: "Id a casa de Fulano y decidle: ‘El Maestro dice: mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos’". Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.

Al atardecer se puso a la mesa con los doce. Mientras comían dijo:

 "Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar".

Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro: "¿Soy yo acaso, Señor?". Él respondió: "El que ha mojado en la misma fuente que yo, ése me va a entregar".

El Hijo del Hombre se va como está escrito de Él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del Hombre!, más le valdría no haber nacido". Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: "¿Soy yo acaso, Maestro?". Él respondió: "Tu lo has dicho".

Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo:

"Tomad, comed: esto es mi cuerpo". Y cogiendo un cáliz pronunció la acción de gracias y se los pasó diciendo: 2Bebed todos; porque ésta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos para el perdón de los pecados. Y os digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día que beba con vosotros el vino nuevo en el reino de mi Padre".

Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo:

 "Esta noche vais a caer todos por mi causa, porque está escrito: ‘Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño’. Pero cuando resucite, iré antes que vosotros a Galilea".

Pedro replicó: "Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré". Jesús le dijo: "Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante tres veces, me negarás". Pedro le replicó: "Aunque tenga que morir contigo, no te negaré". Y lo mismo decían los demás discípulos.

Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo: "Sentaos aquí, mientras voy allá a orar". Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse. Entonces dijo: "Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo". Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: "Padre mío, si es posible que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres". Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: "¿No habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil".

De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo: "Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad". Y viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque estaban muertos de sueño.

Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba repitiendo las mismas palabras. Luego se acercó a sus discípulos y les dijo: "Ya podéis dormir y descansar. Mirad, está cerca la hora y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vamos! Ya está cerca el que me entrega".

Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo.

 El traidor les había dado esta contraseña: "Al que yo bese, ése es: detenedlo".

Después se acercó a Jesús y le dijo: "¡Salve, Maestro!". Y lo besó. Pero Jesús le contestó: "Amigo, ¿a qué vienes?".

Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con Él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo: "Envaina la espada: quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? El me mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar".

Entonces dijo Jesús a la gente: "¿Habéis salido a prenderme con espadas y palos como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvisteis".

Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.

Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los letrados y los senadores. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello. Los sumos sacerdotes y el consejo en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon: "Éste ha dicho: ‘Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días’".

El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo: "¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?". Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Jesús le respondió: "Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo: desde ahora veréis que el Hijo del Hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo".

Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: "Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué decidís?". Y ellos contestaron:

"Es reo de muerte".

 Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros; lo golpearon diciendo: "Haz de profeta, Mesías; dinos quién te ha pegado".

Pedro estaba sentado fuera en el patio y se le acercó una criada y le dijo: "También tú andabas con Jesús el Galileo". Él lo negó delante de todos diciendo: "No sé qué quieres decir". Y al salir al portal lo vio otra y dijo a los que estaban allí: "Éste andaba con Jesús el Nazareno". Otra vez negó él con juramento: "No conozco a ese hombre". Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron: "Seguro; tú también eres de ellos, se te nota en el acento". Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo: "No conozco a ese hombre". Y en seguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: "Antes de que cante el gallo me negarás tres veces". Y saliendo afuera, lloró amargamente.

Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y atándolo lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador.

Entonces el traidor sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y senadores diciendo: "He pecado, he entregado a la muerte a un inocente". Pero ellos dijeron: "¿A nosotros qué? ¡Allá tú!". Él, arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sacerdotes, recogiendo las monedas dijeron: "No es licitó echarlas en el arca de las ofrendas porque son precio de sangre". Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía "Campo de Sangre".

 Así se cumplió lo escrito por Jeremías el profeta: "Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor".

Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?". Jesús respondió: "Tú lo dices". Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los senadores, no contestaba nada.

Entonces Pilato le preguntó: "¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?". Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado.

Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato: "¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?" Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: "No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con Él".

Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador preguntó: "¿A cuál de los dos queréis que os suelte?". Ellos dijeron: "A Barrabás". Pilatos les preguntó: "¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?". Contestaron todos: "Que lo crucifiquen".

Pilato insistió: "Pues, ¿qué mal ha hecho?". Pero ellos gritaban más fuerte: "¡Que lo crucifiquen!".

Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo: "Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!". Y el pueblo entero contestó: "¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!". Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de Él a toda la compañía:

lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante Él la rodilla, se burlaban de él diciendo: "¡Salve, rey de los judíos!".

Luego lo escupían, le quitaban la caña y, le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.

Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.

 Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir "La Calavera"), le dieron a beber vino mezclado con hiel; Él lo probó, pero no quiso beberlo.

Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo.

 Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: "Éste es Jesús, el rey de los judíos".

 Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban; lo injuriaban y decían meneando la cabeza: "Tú que, destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz".

Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: "A otros ha salvado y Él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?". Hasta los que estaban crucificados con él lo insultaban.

Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:

 «Elí, Elí, lamá sabaktaní». Es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

 Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: "A Elías llama éste".

Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: "Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo".

Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.

Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron.

 Después que él resucitó salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.

 El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: "Realmente éste era Hijo de Dios".

Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos.

Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia; lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.

A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron: "Señor, nos hemos acordado que aquel impostor estando en vida anunció: ‘A los tres días resucitaré’. Por eso da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, se lleven el cuerpo y digan al pueblo: ‘Ha resucitado de entre los muertos’. La última impostura sería peor que la primera". Pilato contestó: "Ahí tenéis la guardia: id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis". Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.

PALABRA DEL SEÑOR

¡GLORIA A TI, SEÑOR JESUS!

 

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MEDITACION DEL EVANGELIO DE HOY

Jesús  deja hacer sin replicar. Con tono despectivo y de burla, le decían: "‘¿Eres tú el rey de los judíos?". Jesús respondió: ‘Tú lo dices’»  Más burla todavía.

 Jesús es parangonado con Barrabás, y la ciudadanía ha de escoger la liberación de uno de los dos: "¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?"  Y… ¡prefieren a Barrabás! Y… Jesús calla y se ofrece en holocausto por nosotros, ¡que le juzgamos!

Esos mismos hombres y mujeres que días antes, habían recibido a Jesús, con palmas, y  delante de Él y detrás gritaba: "¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!’"

Pero, ahora gritan: «‘Que lo crucifiquen’. 

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Impresiona y conmueve encontrar esas palabras en la boca de Jesús muriendo en la cruz, pronunciadas en su propia lengua.

 Es verdad que se trata del comienzo del salmo 21, el cual termina como canto de alabanza.

Pero ahí están, en su propia negrura. Jesús murió en la obscuridad y abandono de todos. ¿Incluido el de Dios, su Padre? No, pero este ser recogido por él lo vivió en esperanza.

Se dejó caer en esas manos, sabiendo que en sus brazos toda salvación se le ofrecía, porque su Padre, finalmente, nunca le abandonaría. Y tuvo razón, mas para llegar ahí tuvo que beber su cáliz hasta las heces, pasando por la muerte, abriendo su costado para que manara sangre y agua, como nos indica la Pasión de Juan que leeremos el Viernes Santo.

 Misterio asombroso del sufrimiento de Jesús, que se convierte para nosotros en alegría casi insoportable al ser la causa de nuestra salvación del pecado y de la muerte. Porque, cumpliendo la voluntad de su Padre, se rebajó hasta esa situación ofuscante, penosa hasta el extremo, sometiéndose a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, nosotros ahora, en un arrebato de alegría, proclamamos que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Mas ¿cómo pudo llegar la situación hasta ese extremo insostenible, a un abajamiento tan bestial?, ¿por qué el Padre le pide tal cosa? Para lograr nuestra redención, ¿no hubiera habido otros medios menos crucificantes?

Quien nos creó a su imagen y semejanza, quiso retomarnos en la entera libertad de nuestra elección y de nuestra alegría. No le valía imposición ninguna sobre nosotros. Llegaría hasta donde nosotros le lleváramos. Y lo llevamos a la cruz.

 Por eso, él se abajó, a pesar de su condición divina, sabiendo que por ese despojo de su rango final, y también de su carne, muerta en la cruz, se nos ofrecería esa suave suasión que nos habría de llevar hasta él de nuevo, proyectando sobre nosotros una nueva imagen y semejanza a lo que él mismo nos mostraba en su carne y en su ser.

En la suya, ahora, se nos daba la redención de nuestra carne. No su substitución por otra, sino la santificación de la nuestra, aquella misma que le había alzado en la cruz. Así, nos ganó la partida. Y lo hizo en nuestro mismo terreno.

Por eso, su gesto de libertad suprema, provoca en nosotros la suave suasión de nuestra libertad en plenitud, y nos salva del pecado y de la muerte. Por eso, no sentía los ultrajes; por eso, endurecía el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Por eso, cuando tras un gran grito exhaló su espíritu, el velo del viejo templo se rasgó y dejó a la vista de todos los que quieren mirar, y saben hacerlo, las entrañas de misericordia de Dios, nuestro Padre. Por eso, aterrorizados viendo lo que pasaba, el centurión y sus soldados dijeron confesando que realmente este era Hijo de Dios.

¿Cómo sabremos mirar de este modo? Con la mirada de María, la hermana de Marta. Con la mirada lejana, pero tan anhelante, de los discípulos desperdigados, que veían a su Señor clavado en la cruz. Con la mirada de María, la madre. Mirada en-esperanza. Mirada de amor. Mirada de compunción suprema ante lo que Lucas llamará el espectáculo de la cruz. Mirada que ha de provocar en nosotros una suprema alegría, porque en ella veremos la acción de Dios para con nosotros.

 

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