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LA PALABRA DE DIOS: LECTURAS Y SANTO EVANGELIO DEL LUNES DE PASCUA. ABRIL 25/11
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De: ADMINISTRACION  (Mensaje original) Enviado: 24/04/2011 07:52

 

PRIMERA LECTURA

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33

"A este Jesús, Dios lo ha resucitado, y de ello somos testigos"

El día de Pentecostés, se presentó Pedro con los Once ante la multitud, levantó la voz y declaró solemnemente:
"Israelitas, escuchen:

Jesús de Nazaret fue el hombre a quien Dios acreditó ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que realizó por medio de él, como bien lo saben. Dios lo entregó conforme al plan que tenía previsto y determinado, y ustedes, valiéndose de los impíos, lo crucificaron y lo mataron.

Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, pues era imposible que ésta lo retuviera en su poder, ya que el mismo David dice de él:
"Tengo siempre presente al Señor, porque está a mi derecha, para que yo no dude".

 Por eso se goza mi corazón, se alegra mi lengua, y todo mi ser descansa confiado; porque no me entregarás al abismo, ni permitirás que tu fiel experimente la corrupción. Me enseñaste los caminos de la vida, y me saciarás de alegría en tu presencia.

Hermanos, permítanme decirles con franqueza que el patriarca David murió y fue sepultado, y su sepulcro aún se conserva entre nosotros. Pero, como era profeta y sabía que Dios le había jurado solemnemente sentar en su trono a un descendiente suyo, vio anticipadamente la resurrección de Cristo, y dijo que no sería entregado a la muerte, ni su cuerpo experimentaría la corrupción.

A este Jesús, Dios lo resucitó, y de ellos somos testigos todos nosotros. El poder de Dios lo ha exaltado, y él, habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha derramado, como ahora lo están viendo y oyendo".
PALABRA DE DIOS.

¡TE ALABAMOS SEÑOR!

SALMO RESPONSORIAL  15, 1-2a.5.7-8.9-10.11

"Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti".

Protégeme, Dios mío que me refugio en ti. Yo digo al Señor: "Tú eres mi dueño, mi único bien". Señor, tú eres mi alegría y mi herencia, mi destino está en tus manos.R. 

Bendeciré al Señor que me aconseja, ¡hasta de noche instruye mi conciencia! Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha jamás fracasaré.R.
 

Por eso se me alegra el corazón, hacen fiesta mis entrañas y todo mi ser descansa tranquilo; porque no me abandonarás en el abismo, ni dejarás a tu fiel experimentar la corrupción.R.

Me enseñarás la senda de la vida, me llenarás de alegría en tu presencia, de felicidad eterna a tu derecha. R. 

ACLAMACION ANTES DEL EVANGELIO

Aleluya, aleluya.
Este es el día del triunfo del Señor; día de júbilo y de gozo.
Aleluya.

LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGUN SAN MATEO. 28, 8- 15

¡GLORIA A TI, SEÑOR!

"Vayan a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea; allí me verán"

Después de escuchar las palabras del ángel, las mujeres se alejaron a toda prisa del sepulcro y, llenas de temor, pero con mucha alegría, corrieron a llevar la noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro y las saludó.

Ellas se acercaron, se echaron a sus pies y lo adoraron. Entonces les dijo Jesús:
"No teman, digan a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán".

Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Estos se reunieron con los ancianos y acordaron en Consejo dar una fuerte suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles:
"Digan que sus discípulos fueron de noche y robaron su cuerpo mientras ustedes dormían. Y si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros lo convenceremos y responderemos por ustedes".

Los soldados tomaron el dinero e hicieron lo que les habían dicho. Y ésta es la versión que ha corrido entre los judíos hasta hoy.
PALABRA DEL SEÑOR

¡GLORIA A TI, SEÑOR JESUS!

MEDITACION

Octava de Pascua. Lunes

LA ALEGRíA DE LA RESURRECCIóN

Nunca falta la alegría en el transcurso del año litúrgico, porque todo él está relacionado, de un modo u otro, con la solemnidad pascual, pero es en estos días cuando este gozo se pone especialmente de manifiesto.

 En la Muerte y Resurrección de Cristo hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna.

La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda de nuestra propia resurrección.

Dios –nos dice San Pablo– nos ha dado vida por Cristo y nos ha resucitado con Él. Cristo, que es el primogénito de los hombres, se ha convertido en ejemplo y principio de nuestra futura glorificación.

Nuestra Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de los textos de la liturgia: lecturas, salmos, antífonas..., en ellos pide sobre todo que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el Cielo.

 Desde muy antiguo se suprimen en este tiempo los ayunos y otras mortificaciones corporales, como símbolo externo de esta alegría del alma y del cuerpo. “Los cincuenta días del tiempo pascual –dice San Agustín– excluyen los ayunos, pues se trata de una anticipación del banquete que nos espera allí arriba”. Pero de nada serviría esta invitación de la liturgia si en nuestra vida no se produce un verdadero encuentro con el Señor, si no vivimos con una mayor plenitud el sentido de nuestra filiación divina.

Los Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones, de cómo los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Su alegría surge de haber visto a Cristo, de saber que vive, de haber estado con Él.

La alegría verdadera no depende del bienestar material, de no padecer necesidad, de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a ese amor. Se cumple –ahora también– aquella promesa del Señor: Y Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar. Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor. Esta es la única condición: no separarse de Dios, no dejar que las cosas nos separen de Él; sabernos en todo momento hijos suyos.

Nos dice el Evangelio de la Misa: las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies.

“Es lo de siempre: todo depende del punto de mira: cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría”.

En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esta alegría profunda del cristiano. Y esta es lo normal para quien sigue a Cristo. El pesimismo y la tristeza deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo que, si se diera, necesitaría de un remedio urgente.

El alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos ese don tan apreciado.

 Por tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortifiquemos nuestros caprichos y egoísmos en las ocasiones que se presentan cada día.

Este esfuerzo nos mantiene alerta para las cosas de Dios y para todo aquello que puede hacer la vida más amable a los demás. Esa lucha interior da al alma una peculiar juventud de espíritu. No cabe mayor juventud que la del que se sabe hijo de Dios y procura actuar en consecuencia.

Si alguna vez tuviéramos la desgracia de apartarnos de Dios, nos acordaríamos del hijo pródigo, y con la ayuda del Señor volveríamos de nuevo a Dios con el corazón arrepentido. En el Cielo habría ese día una gran fiesta, y también en nuestra alma.

Esto es lo que ocurre todos los días en pequeñas cosas. Así, con muchos actos de contrición, el alma está habitualmente con paz y serenidad.

Debemos fomentar siempre la alegría y el optimismo y rechazar la tristeza, que es estéril y deja el alma a merced de muchas tentaciones. Cuando se está alegre, se es estímulo para los demás; la tristeza, en cambio, oscurece el ambiente y hace daño.

III. Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que nos hace; la alegría es “el primer tributo que le debemos, la manera más sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los dones de la naturaleza y de la gracia y que los agradecemos”. Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres con el gozo y la dicha verdaderos.

Con nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad para quienes están a nuestro lado.

 Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa habitual, en una actitud cordial. Esta muestra de caridad con los demás –la de esforzarnos por alejar en todo momento el malhumor y la tristeza y remover su causa– ha de manifestarse particularmente con los más cercanos. En concreto, Dios quiere que el hogar en el que vivimos sea un hogar alegre. Nunca un lugar oscuro y triste, lleno de tensiones por la incomprensión y el egoísmo.

 Un hogar cristiano da a conocer a Cristo de modo atrayente entre las familias y en la sociedad.

 ¡Cuántos han encontrado el camino que lleva a Dios en la conducta cordial y sonriente de un buen cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el apostolado, porque nos lleva a presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron los Apóstoles después de la Resurrección.

La tristeza nos deja sin fuerzas; es como el barro pegado a las botas del caminante que, además de mancharlo, le impide caminar.

Esta alegría interior es también el estado de ánimo necesario para el perfecto cumplimiento de nuestras obligaciones. Y “cuanto más elevadas sean estas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría”. Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (sacerdotes, padres, superiores, maestros...), mayor también nuestra obligación de tener paz y alegría para darla a los demás, mayor la urgencia de recuperarla si se hubiera enturbiado.

Pensemos en la alegría de la Santísima Virgen. Ella está “abierta sin reservas a la alegría de la Resurrección (...). Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia, y, con toda razón, sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría.

POR LA LECTURA DEL SANTO EVANGELIO, SEAN PERDONADOS NUESTROS PECADOS.

¡AMEN!

 



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