MEDITACION
La liturgia nos propone hoy una página bellísima en la que se funden, de manera armoniosa, dos temas entrañables para la literatura extrabíblica: la visita de una divinidad y la promesa de un hijo a una pareja estéril (cf. también Jue 13,8ss).
La primera parte del relato Dios entra en la tienda nómada del patriarca y se deja hospedar. Un día, en la plenitud de los tiempos, volverá a estar entre los hombres, pero deberá nacer en un establo.
Abrahán les lleva agua a sus huéspedes para que se puedan lavar los pies. Un día, Jesús mismo será quien lave humildemente los pies a sus discípulos.
El mismo Abrahán corre a la vacada para matar un becerro tierno y cebado. Así hará el Padre —en la parábola evangélica— en el regreso del hijo que se había marchado lejos de su amor.
Abrahán ofrece pan a sus huéspedes; Dios mismo nos ofrecerá a los hombres el Pan verdadero, bajado del cielo, para que al comerlo tengamos la vida en abundancia.
Abrahán dispone el reposo de sus huéspedes a la sombra del árbol. También el Padre hará reposar a sus hijos debajo del árbol de la cruz.
Al viejo Abrahán, anciano y solo, se le ofrece como don el hijo de la risa. También el Padre nos dará otro Isaac, nacido de una Madre virgen; sobre él serán cargados los pecados de todos; maltratado, padecerá en silencio el escarnio.
Existe un punto de interés de la narración y se encuentra en la segunda parte (vv. 9-16), que está centrada en la risa de Sara ante la promesa de un hijo.
En efecto, la mujer, ante el imposible nacimiento proyectado por Dios, cuando han desaparecido las condiciones humanas que lo harían posible, se manifiesta incrédula.
Su escepticismo la convierte en figura de todo creyente puesto ante el misterioso obrar del Altísimo “¿Hay algo imposible para el Señor?”.
El «sí» de Dios al hombre choca con la mentira de la criatura, que no solamente no cree, sino que tiene asimismo miedo de asumir la responsabilidad de sus propios actos frente a Dios y entonces, como un niño, miente.
Y este relato termina haciendo oír, exactamente un año después, la risa clara del pequeño Isaac, casi para recordar que Dios es magnánimo y mantiene su palabra sonriendo ante la incredulidad del hombre.
Dios propone siempre al hombre más de lo que éste se atreve a esperar. ¡Quieres, Señor, para nosotros, más de lo que queremos! Vas más allá de nuestros deseos.
En el Salmo interleccional de San Lucas, sitúa el canto de María en el contexto de la visitación (1,39-56).
Isabel, internamente llena del Espíritu, ha exaltado la grandeza de María declarándola «bendita» y portadora de la bendición definitiva que se concreta en el fruto de su vientre (Jesucristo) (1, 42, Cfr. 1, 45).
María ha respondido con palabras de sonido antiguo (cfr. 1Sam 2, 1-10) y contenido absolutamente nuevo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Toda su grandeza es don de Dios y debe culminar gozosamente en canto de alabanza.
El canto de María testimonia la certeza de que llega el cambio decisivo de la historia de los hombres: Jesús es portador de aquella plenitud que el pueblo de Israel buscaba ansiosamente.
Con palabras del antiguo testamento y en un contexto de piedad israelita, el canto que Lucas ha puesto en labios de María, expresa la certeza de que estamos ya en el culmen de la historia.
Dios se ha definido por Jesús como el amor que auxilia y enriquece a los pequeños.
El evangelista Mateo, tras la curación de un leproso, presenta como segundo milagro de Jesús la curación de un pagano. En esta narración se pone de manifiesto, en particular, la condición necesaria para que Dios obre respecto a nosotros: la fe.
Jesús —al ser interpelado— responde probablemente con una frase interrogativa: « ¿Tengo que ir a curarlo?». Sin embargo, la fe del centurión es firme, y, frente a una posible resistencia de Jesús, dado que él era pagano, considera que el Señor, con una sola palabra, puede llevar a cabo el milagro.
Viene, a continuación, el episodio relacionado con la suegra de Pedro. Se trata de una mujer y, por consiguiente, de la tercera categoría de personas excluidas de la plena participación en el culto de Israel.
Es sorprendente, sobre todo, el hecho de que la mujer, tras levantarse del lecho, se ponga a servirle de inmediato.
Esa precisión nos ayuda a comprender que, con Jesús, ha cambiado el culto: también la mujer puede ofrecer un servicio personal y directo a su Señor. Ha sido curada, en efecto, para servir a los hermanos.
El pasaje se cierra observando que le llevaron muchos a Jesús y que éste los curó a «todos».
La suya es una autoridad absoluta, que está dotada del poder de curar con una palabra, con un simple contacto, y hace al hombre —a todo hombre— idóneo para servir al Señor, algo que es consecuencia del hecho de que Jesús se hizo cargo de nuestros males en la cruz.
En efecto, quien ama, carga con el mal del amado. ¿Y quién nos ha amado más que Jesús?