En vísperas del Día de la Madre, no tenía regalos para Silvia, mi esposa, madre de nuestra hija Zoe, así que, como me encontraba corto de plata, los ahorros menguando, el futuro en la televisión incierto, llamé a mi madre Dorita y le pedí permiso para usar su tarjeta de crédito y cargar a su cuenta los regalos para Silvia.
– Tengo las tarjetas bloqueadas por tus hermanos, que me vuelven loca pidiéndome anticipos de herencia –me dijo Dorita–. Pero se me ocurre una cosa: anda a la parroquia, pregunta por el padre Julio, dile que eres mi hijo mayor, mi engreído, el que va a ser presidente, y pídele que te deje sacar tus regalos de la ropa que le donan las señoras de tu barrio.
Esa misma tarde le dije a mi esposa que tenía que pasar por el banco para ver cómo iban mis inversiones en bonos corporativos, pero, por supuesto, era mentira, porque, sin que ella siquiera lo sospechase, me detuve en la parroquia, pregunté por el padre Julio, quien no tardó en salir y saludarme con cariño, y le dije que necesitaba sacar tres regalos para el Día de la Madre.
– Pasa, hijo, ya tu mamá me llamó avisándome que vendrías –dijo él, amable como siempre.
Me llevó a la cancha de baloncesto del colegio católico adyacente a la parroquia y señaló una pequeña montaña de ropa usada, chucherías y baratijas.
– Elige lo que quieras –dijo, y se retiró deprisa porque tenía que prepararse para oficiar misa.
Como estaba solo y nadie me apremiaba, me tomé un tiempo para revolver y escudriñar entre tanta ropa amontonada de segunda mano, alguna ya bastante maltrecha, otra en óptimo estado, ropa para mujeres, hombres, niños, ropa de marca, de colecciones lujosas que los ricachones de la isla usaban un año o dos y luego daban de baja para que el padre le diera un uso caritativo. Me ayudó saberme las tallas de Silvia y por eso no tardé en elegir unos zapatos italianos muy lindos, impecables, sin huellas visibles de los estragos del tiempo, y una bufanda ancha, de seda, preciosa, y unos pantalones negros, de cuero, ajustados, de escritora maldita, perfectos para mi esposa. Los tres regalos eran muy de su estilo y a tono con sus aires, y por eso no dudé de que serían un éxito el domingo, Día de la Madre.
Llegando a la casa, subí sigilosamente a mi cuarto, envolví con papel de regalo los tres obsequios para Silvia y los escondí debajo de la cama. Me quedé tan tranquilo: mi esposa recibiría unos regalos estupendos y yo no había tenido que sacar siquiera la billetera ni pasar las tarjetas de crédito, que, de tanto usarlas últimamente, ya estaban recalentadas y echaban humo, pidiendo una tregua.
El Día de la Madre desperté tarde, saqué los regalos, saludé a Silvia con un gran abrazo y, acompañados de Zoe, todavía en pijama, nos sentamos en la sala a abrir los presentes.
– Este es de parte de Zoe –le dije, entregándole los zapatos.
Silvia los abrió, se los probó, dijo que le encantaban y le quedaban perfectos, y nos dio un beso y pareció contenta, aunque, a decir verdad, tampoco eufórica o jubilosa, solo medianamente contenta.
Luego le entregué mi regalo:
– Con todo mi amor, bebita linda.
Lo abrió, eran los pantalones de cuero negro. Los elogió, los olió, los miró una y otra vez, fue al baño de visitas y se los probó y salió con ellos puestos y dijo que le quedaban geniales y le encantaban y los usaría mucho. Pero algo en ella delataba que no estaba realmente feliz y su alegría era un tanto fingida.
– Este regalito te lo envió mi madre por correo rápido –dije, caradura, y le entregué el último de los tres.
Silvia rompió el papel, se encontró con la bufanda de seda, se la probó, dijo que era lindísima, me dio un beso aparentemente sentido y dijo:
– Muy lindos los regalos. Muy originales. Todo mi tipo.
Enseguida añadió, sin que yo advirtiera la ironía:
– Los hubiera podido comprar yo misma.
Sentí que era un halago a mi ojo juicioso y mi memoria para acertar sus tallas, pero, un par de horas después, echados en las tumbonas frente a la piscina, noté que estaba seria, ensimismada, incluso distante, y por eso le pregunté:
– ¿Qué te pasa, mi amor?
– Nada, nada –dijo, pero era evidente que algo nublaba su felicidad y la sumía en una tristeza insólita para el día festivo
Se hizo un silencio extraño, esperé a que me diera una pista para entender su contrariedad.
– ¿Tú compraste mis regalos? –preguntó.
Nuestra hija se bañaba en la piscina, ajena a la pequeña crisis conyugal.
– Sí, claro, y con gran ilusión –dije.
– ¿Dónde los compraste? –preguntó Silvia.
Mentí con aplomo:
– Los pedí en Amazon.
Silvia se puso de pie, caminó a la cocina, demoró en volver, y cuando regresó tenía una cerveza en la mano y no parecía contenta.
– No me gusta que me mientas –dijo.
– No te he mentido, mi amor –dije.
Me miró a los ojos y dijo, decepcionada:
– Dos de los tres regalos eran míos, los doné hace poco a la parroquia.
Quedé helado, sin saber qué decir. Era ya tarde para seguir mintiendo. Silvia continuó:
– Me has regalado dos cosas que eran mías: los zapatos y los pantalones. ¡No puedes ser más tarado!
La concha de la lora, qué mala suerte, pensé.
– Y lo que más me molesta no es que seas tan tacaño, sino que seas tan imbécil de no darte cuenta de que esas cosas las compramos juntos en Barcelona –dijo ella.
El daño estaba hecho y parecía irreparable. No quedaba sino pedir disculpas:
– Te ruego que me perdones, amor. Tú sabes que estoy mal de plata.
Luego le eché la culpa a mi madre:
– Quería comprarte cosas lindas, pero la tarjeta de mi madre estaba bloqueada y ella me sugirió ir a la parroquia.
– ¿Y tenías que elegir precisamente dos cosas que yo había donado? –se irritó Silvia–. Hay que ser huevón, bien huevón. ¡Te has ganado el premio al esposo más huevón del año!
Se puso de pie y se dirigió ofuscada a su estudio. De pronto el Día de la Madre se había ido al carajo. No sabía qué hacer para reparar los daños causados. Nervioso, fui a mi cuarto, me encerré en el baño y, con mi celular, me hice fotos de cuerpo entero, sin ropa. Elegí la que más me gustaba y me apuré en mandársela a Silvia, que continuaba en su estudio, con la puerta cerrada. Escribí:
–Soy tuyo, todo tuyo. Mis manos, mi pecho, mi corazón, todo es tuyo. Mi poronga fina es tuya, será tuya siempre, está a tu servicio las veinticuatro horas del día. Soy tu súbdito, tu esclavo, cómeme cuando quieras.
Luego añadí:
–Es el mejor regalo que puedo hacerte por el Día de la Madre. Este pechito de gaviota, estas manos de pianista jubilado, esta pinta de viejo verde, esta poronga combativa, peleona, siempre alerta, todo es tuyo, mi bebita rica.
Y le envié el correo con la foto adjunta, seguro de que Silvia se sentiría halagada y con suerte se reiría y pasaría la crisis de los regalos usados. Más tarde ella salió de su estudio, abrió la refrigeradora, sacó una cerveza más y no me dijo nada sobre la foto que le había enviado.
– ¿Te llegó mi regalito por correo? –pregunté, coqueto.
– No me ha llegado nada –dijo ella, tras revisar su teléfono.
– Qué raro, ya llegará –dije.
Poco después me llegó un correo de Silvia, mi suegra, la madre de Silvia, mi esposa. Me decía:
– Querido Jaime: he recibido una foto tuya calato, me he reído mucho, debe tratarse de un error, de todos modos te agradezco la confianza de compartir tus intimidades conmigo.
La concha de la lora, no puedo ser más idiota, le mandé la foto a mi suegra, no a mi esposa, pensé, abochornado: eso me pasa por mandar mails apuradamente, atropellándome, sin estar seguro de que el destinatario sea el correcto.
De pronto vino Silvia riéndose y dijo:
– Dice mi mamá que le has mandado una foto de tu pipí diciéndole que se lo puede comer cuando quiera.
Se reía con gran desparpajo, al menos el aire sombrío se le había despejado.
–¿Y qué de malo o pecaminoso tiene un inocente cuerpo desnudo? –pregunté.
–Nada de malo –dijo Silvia–. Pero sí es gracioso. Porque dice mi mamá que el tuyo es el pipí más enano que ha visto en su vida.
–Tu madre está miope –dije, y caminé furioso a mi estudio.
Jaime Bayly