Estaba harto de hacer colas en Disney, colas de media hora, cuarenta minutos, para recrearme en un mísero juego de tres minutos y luego vaya usted a hacer otra cola bajo el sol inclemente y con los chillidos de tantos y tantos niños como neurótica música de fondo.
Luego de una larga espera, subimos al botecito del mundo en miniatura. Habíamos hecho ese irritante recorrido el día anterior y también el precedente, de manera que ya me lo sabía de paporreta, como mi hija Zoe, con apenas cuatro años, se sabía la letra de la bendita canción, que, a fuerza de repetirse, el mismo sonsonete machacándome la boca del estómago, estaba provocándome, me temía, un derrame biliar.
–Mira, papi, monedas –dijo Zoe, señalando el agua de poca profundidad, las decenas, centenares de monedas que los visitantes habían arrojado, convocando la buena fortuna.
–Pide un deseo y tira una moneda –le dije, sacando tres monedas del bolsillo.
Zoe pidió expresamente no ir más al colegio y quedarse a vivir en Disney. Silvia, mi esposa, pidió ir en junio a Nueva York. Yo pedí un deseo imposible de cumplir:
–Que callen esta música que me está volviendo loco y vayamos a dormir la siesta.
Luego arrojamos monedas al agua y el asunto pareció gustarle a nuestra hija y, como tenía varias monedas más, seguimos tirándolas graciosamente, ya sin pedir deseos o pidiendo unos absurdos, como:
–Que a mi papá le crezca la nariz por decir mentiras (Zoe).
–Que abran un Astrid y Gastón en Disney, porque la verdad es que acá se come fatal (Silvia).
–Que mis testículos tengan el mismo tamaño y no sea uno más grande que el otro (yo).
De pronto despertó el niño terrible que yacía en mí y vi a lo lejos a Don Quijote y Sancho Panza y saqué una moneda y, cual bárbaro indomable de las tribus indias del sur, la arrojé, tratando de darle a Sancho, pero fallé por poco. Zoe soltó una carcajada y Silvia me amonestó:
–No seas cojudo, estás dando un pésimo ejemplo a tu hija.
–Me da igual –dije, y tiré otra moneda más, y como Zoe se reía tanto y nadie parecía vernos en ese trance hilarante y salvaje, tiré una última moneda y tuve la buena fortuna de darle a Rocinante, rasguñándole una pata.
Zoe y yo nos reímos tanto que a Silvia no le quedó más remedio que reírse también. Pero, al bajar, alguien me delató, porque dos jovencitos uniformados me retuvieron en el andén y dijeron que las cámaras de seguridad me habían pillado arrojando monedas a los monigotes cantarines.
–Eso no es verdad –me defendí–. Yo solo he tirado monedas al agua, pidiendo un deseo.
No me creyeron, pero me dejaron ir, aunque me advirtieron que si arrojaba algo de nuevo, me prohibirían la entrada al parque.
–No me rompan los cojones –les dije en español, seguro de que no entenderían una palabra–. No pienso volver ni loco. ¡Y Herodes era un sabio!
Luego fuimos al carrusel. Zoe insistió en subirse al caballo más alto, Silvia trepó al intermedio y me pidieron que montara el caballo más bajo, pero dije:
–Voy a sentarme en el carruaje porque tengo que chequear una cosas del trabajo.
–¿En serio? –me preguntó Silvia, desconfiada–. ¿Chequear qué?
–El comportamiento de mis acciones en la Bolsa –dije, poniendo énfasis en la palabra “comportamiento” para darme aires de financista.
Me senté en el carruaje, tan contento, y cuando el tiovivo empezó a girar, abrí mi tableta y empecé a hurgar en Internet para ver el video de Milett Figueroa. De pronto, tras varias tentativas fallidas, lo encontré y me puse a salivar como un camello viejo en medio del desierto y la canícula.
–¿Cómo van tus acciones? –preguntó Silvia, desde su caballo.
–Subiendo, subiendo –dije, muy serio.
Tan encantado estaba que, cuando terminó la vuelta y la música de feria cesó, insistí en que diéramos un paseíllo más, de manera que pudiese ver no la versión corta sino la más larga del video de Milett, y aunque no la encontré, me detuve a fisgonear dos o tres videos eróticos de alta calidad.
Al bajar de la calesita, una señorita uniformada se acercó a mí, frunció el ceño y me dijo, el rostro adusto, la mirada reprobatoria:
–Señor, está prohibido mirar pornografía en los parques de Disney.
Silvia me miró con ojos perplejos, vacíos de afecto.
–No me acuse sin pruebas –me ofusqué–. Estaba mirando cosas de trabajo.
–Lo que usted ha cometido es una felonía –dijo ella, indignada–. Podríamos expulsarlo de Disney. Le advierto que si vuelve a hacerlo, lo echaremos y no podrá entrar más.
–No sería un castigo tan terrible –farfullé–. Y no he mirado pornografía hace años –afirmé.
–Lo tenemos grabado en cámaras –me espetó ella, con aires de superioridad moral.
De regreso al hotel, mi esposa estaba tan decepcionada que no me hablaba. Yo le decía que esas páginas para adultos se me habían abierto solas, pero ella naturalmente no me creía. Tratando de limar asperezas, hice una reserva para cenar en el restaurante con Cenicienta. Nuestra hija se entusiasmó tanto que Silvia tuvo que resignarse a acompañarnos. Media hora después, estábamos en un comedor lleno de niños vocingleros de todas las edades, que esperaban ansiosos la llegada de Cenicienta, el Príncipe Encantador, Lady Tremaine y sus hijas Anastasia y Dricela. Cenicienta hizo su aparición como una auténtica princesa: rubia, sonriente, impecable, con un vaporoso vestido celeste y zapatos de cristal, imponía su belleza y simpatía a cada paso y no se negaba a dejarse retratar por niños y adultos, hasta que llegó a nuestra mesa y Zoe se puso de pie y la abrazó, emocionada, y le hicimos fotos con Cenicienta, y luego los tres nos hicimos más fotos con ella, y al final le pedí a Silvia que, abusando de la paciencia de Cenicienta, que parecía no tener límites, me tomase un par de fotos con tan regia y espléndida princesa, a lo que Cenicienta accedió, gustosa. Le pasé el brazo por la cintura, la apreté suavemente hacia mí y le dije al oído, en voz muy baja, como un secreto que compartiríamos toda la eternidad:
–Qué rica estás, mamita.
Cenicienta siguió sonriendo, beatífica, meliflua, un tanto ausente, y por eso deduje que no hablaba español, y entonces perdí las inhibiciones y le dije al oído, mientras mi esposa nos tomaba una foto y otra más:
–Qué fuerte estás, Cenicienta.
Ella sonreía, halagada, extasiada, y por eso me animé y le dije, susurrando:
–Cómo me gustaría revolcarme contigo.
Cenicienta se deshizo en un mohín coqueto, nos firmó un autógrafo y se alejó, sin perder la sonrisa. Todo había salido de maravillas. Pero, al salir del restaurante, me esperaban Cenicienta, despojada de su peluca rubia, luciendo un cabello negro azabache, y dos adustos guardias de seguridad. Me llevaron a un cuarto y me acusaron:
–Dice Cenicienta que usted la ha acosado.
En mi precario inglés, me defendí:
–¿Acosado? ¡Imposible! Solo le dije piropos en español.
De pronto Cenicienta me sorprendió:
–No se haga el tonto, señor. Soy de Bayamón, Puerto Rico, hablo perfectamente español.
La concha de la lora, pensé, me tocó una Cenicienta boricua, qué mala suerte.
–Señorita Cenicienta, le ofrezco mis sentidas disculpas, todo es un gran malentendido –me replegué.
Por fortuna, no parecía una mujer rencorosa.
–No estoy acostumbrada a que me digan cosas tan subidas de tono –dijo.
–Cuánto lo siento, pensé que no hablaba español, era solo una broma tonta –le dije.
Cenicienta hizo saber a los guardias que mis disculpas habían sido aceptadas y el incidente, superado. Salimos juntos y no pude evitar mirarle de soslayo el escote y ella me pilló, sonrió y dijo:
–¿Me mandaría saludos en su programa, señor Baylys? Mi marido y yo no nos lo perdemos.
–Claro, el lunes, sin falta –le prometí, halagado.
Me dio un beso en la mejilla y dijo en voz muy baja, apenas un murmullo:
–Y usted, ¿no era del otro equipo?
JAIME BAYLY