El motín de Aranjuez supuso la caída de Godoy y la abdicación forzada de Carlos IV, convirtiendo a su hijo Fernando, inductor de la revuelta, en rey de España. Al conocerse la noticia en Francia, Napoleón ordenó al mariscal Murat dirigirse cuanto antes a Madrid, donde llegó pocos días después.
El nuevo rey, Fernando VII, estaba inquieto porque Napoleón guardaba silencio sobre su ascensión al trono, y albergaba la sospecha de que pudiese apoyar a su padre Carlos para recuperar el trono. Mientras tanto, durante el mes de abril, se reunieron en Madrid 36.000 soldados galos. Tanto las autoridades francesas como las españolas llamaron a la tranquilidad, aunque fue imposible evitar fricciones entre unas fuerzas que comenzaban a comportarse como ocupantes y la sociedad civil.
Desde mediados de abril, según las memorias del político liberal Alcalá Galiano (hijo del marino muerto en Tragalgar), circulaban por Madrid numerosos pasquines que llamaban a estar alertados ante una pronta sublevación popular. Hay testimonios que insisten en que, por esos días, una serie de individuos se dedicaban en las tabernas a agitar a la clientela contra los franceses y se mostraban muy generosos con los parroquianos a la hora de invitarles a vino. Desde el 24 de abril estaban prohibidas las concentraciones de gente en las calles, lo que demostraría que muchos sabían que algo se preparaba y que ello había transcendido tanto a las autoridades francesas como a las españolas colaboracionistas.
Durante este tiempo, Fernando VII partió hacia Bayona al encuentro de Napoleón tras aceptar su convocatoria, con la ilusión de que le apoyase en el trono. También lo hizo días después su padre con la misma esperanza, así como buena parte de la familia real. Una vez en Bayona, la familia real conoció los verdaderos planes de Napoleón que era de desposeer a Fernando del trono. Éste, indignado, se vió en la trampa, pero logró informar a la Junta de Gobierno en Madrid de los acontecimientos. El 1 de Mayo se produjo la última escena del drama: Carlos y Fernando se enfrentaban ante Bonaparte. Días después, conocida la insurrección, Carlos IV, otra vez en público, reprocharía a su hijo haber sido el responsable, al tiempo que su madre le abofeteaba y le llamaba “bastardo”. El día 6 Fernando renunciaba a la Corona a favor de su padre, que cedía de inmediato los derechos a Napoleón.
La rebelión
Actualmente no se sabe si el levantamiento del 2 de mayo se debe a una rebelión popular o a una insurrección diseñada por los fernandinos.
El 30 de abril, Murat, por medio del embajador francés Laforest, exigió a la Junta de Gobierno que permitiera la salida del infante Francisco de Paula, dando a entender que estaba dispuesto a recurrir a la fuerza en caso necesario. Ante la importancia de lo exigido, la Junta de Gobierno convocó a los presidentes, gobernadores y decanos de los consejos de Castilla, Indias, Hacienda y Órdenes junto con dos magistrados de cada uno de estos tribunales y se reunió en sesión permanente, planteándose crudamente el dilema entre plegarse a la voluntad de los franceses o comenzar las hostilidades contra ellos. Se decidió lo segundo, y se mandó formar una nueva junta, para en el caso de quedar inhabilitada por la violencia pudiese hacerse cargo de la dirección de la nación española con plenitud de poderes.
Lo que si está claro es que en la mañana del día 2 de mayo se disponía a salir una carroza del Palacio Real llevando a la infanta María Luisa, mientras en el patio quedaba preparado otro carruaje en el que había de viajar el Infante Francisco de Paula.
Infante Francisco de Paula
En ese momento, desde el interior de palacio, sonó un grito varias veces repetido de “¡Traición¡”, que fue respondido por grupos de gente congregada a las puertas con “¡Mueran los franceses¡, ¡que no salgan los infantes¡”, mientras trataban de impedir que partiese el segundo carruaje. Desde los balcones de palacio se dieron más gritos por parte de varios nobles y hombres de confianza de Fernando VII, llegándose a oír “¡Vasallos, a las armas¡”. Algunas fuentes identifican como autor de esta frase al gentilhombre de palacio Rodrigo López de Ayala, que cayó muerto de un disparo.
La acción por el momento tiene éxito, la multitud logra cortar las correas del carruaje y Francisco de Paula (el hijo menor de Carlos IV, cuya filiación las malas lenguas atribuían a Godoy) saluda desde un balcón a los revoltosos. Murat reacciona con rapidez y ordena que un batallón de granaderos de la Guardia Imperial acuda con dos cañones a despejar las puertas de palacio. Sus descargas matan a diez españoles. La situación de violencia hace que se aplace hasta el día siguiente la partida del carruaje que ha de llevar a Francisco de Paula a Bayona.
La noticia se extiende de inmediato por la capital y los franceses comienzan a ser atacados en varios puntos. Desde los balcones se les arroja todo tipo de objetos, con un resultado de varias víctimas, entre ellas un hijo del general Legrand, que muere alcanzado en la cabeza por un tiesto.
Los sublevados se concentran en la Puerta del Sol. Pronto comienzan a entrar en masa en Madrid las tropas francesas y a dirigirse hacia ese punto.
Son 2.000 coraceros, 3.000 jinetes y 4.000 soldados de infantería. Poco después entran por otros puntos 10.000 hombres más, ocupando todo Madrid. Es en la Puerta del Sol donde se dan los choques más violentos, que Goya inmortalizó en La carga de los mamelucos.
La carga de los mamelucos, o El 2 de mayo de 1808 en Madrid, Goya, 1814
Allí, cientos de paisanos armados con navajas, cuchillos y algunos fusiles arrebatados al enemigo plantan cara a la caballería polaca y a los mamelucos de la Guardia Imperial. A continuación los disturbios se extienden por las calles adyacentes.
Mientras tanto, los efectivos del ejército español acuartelados en Madrid, unos 3.000 hombres, presenciaron pasivamente la acción. Sólo unos pocos soldados decidieron desertar y unirse a los insurrectos, pero todos los generales y jefes españoles obedecieron disciplinariamente a Murat. Aunque no simpatizasen con los franceses, su procedencia aristocrática les hacía contemplar con desconfianza, cuando no con miedo, las acciones de un populacho radicalizado. Lo mismo puede decirse de casi toda la nobleza y de las clases acomodadas, preferían las garantías de orden que ofrecían los franceses a la agitación de un pueblo que, por muy patrióticos que fuesen sus motivos, siempre podía volverse en contra suya.
El único cuartel que estuvo al lado de los insurrectos fue el parque de artillería de Monteleón. En las puertas del cuartel se concentraron cientos de ciudadanos que pedían armas. Dentro del cuartel había ochenta franceses que compartían acuartelamiento que se rindieron sin disparar un tiro. Los generales españoles colaboradores de Murat, al enterarse del motín del cuartel, exigieron a sus mandos la entrega del mismo y de todo el armamento. Los capitanes se negaron aduciendo que la orden no se había cursado reglamentariamente.
Tras repartir las armas sobrantes entre la muchedumbre se prepararon para la defensa. Llegaron los 1.078 hombres del batallón Wetsfalia bajo el mando del general Musnier. Sus efectivos se acercaron por las calles San Miguel y San José (hoy llamadas Daoiz y Velarde), pero fueron rechazados por las descargas de fusilería procedentes tanto del cuartel como de los balcones y azoteas adyacentes.
El parque de Monteleón se convirtió en el centro de resistencia más importante y, los franceses tuvieron que recurrir a refuerzos de artillería bajo el mando del general Lagrange. Las descargas de sus cañones fueron terriblemente destructivas y la lucha cesó. Velarde murió de un disparo, pero Daoiz resistía aún, herido en una pierna. Tras la rendición fue cosido a bayonetazos por los franceses, lo mismo que otros defensores, aunque la mediación de generales españoles afrancesados impidió que la masacre fuese mayor entre los que se habían rendido. Poco después de sofocada la rebelión, el alcalde de Móstoles, enterado de los sucesos de Madrid, declaraba la guerra a Francia.
Por la tarde del 2 de mayo, Murat firmó un decreto en el que se ordenaba fusilar a todos los apresados durante la rebelión, así como a aquellos a los que se les sorprendiese portando armas. Las ejecuciones comenzaron de inmediato en diferentes puntos, como en la montaña del Príncipe Pío, en el paseo del Prado y en el portillo de Recoletos, y se prolongaron durante varios días. Entre las víctimas figuraron gentes que no habían participado en la revuelta, como Manuela Malasaña. Durante mucho tiempo pervivió la leyenda de que había muerto mientras cargaba armas de su padre, que participaba en la defensa de Monteleón. Algo imposible porque, Manuela era huérfana. Según la versión más probable, la muchacha, de quince años, salió del taller de costura en el que trabajaba cuando ya habían cesado los disparos. En ese momento la abordaron varios soldados franceses con intención de abusar de ella, pero se resistió. Los franceses encontraron en su poder unas grandes tijeras, propias de su oficio, que utilizaron como pretexto para fusilarla. En todo caso, Manuela se convirtió en uno de los mitos del dos de mayo. Fue Goya quien inmortalizó la represión en el estremecedor cuadro conocido como Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío.
Napoleón paseaba a caballo en la tarde del día 5 cuando recibió a un oficial de órdenes que, sin detenerse, había cabalgado desde Madrid con los despachos de Murat comunicando el levantamiento del 2 de mayo. Los sucesos de Madrid no pudieron menos que herir el engreimiento del emperador, quien ordenó de inmediato una nueva conferencia entre los reyes padres, Fernando VII y él mismo. Carlos IV insistió una y otra vez en que Fernando VII renunciase a la Corona. Viendo Napoleón que la escena se iba alargando sin producir resultado alguno, se despidió diciendo: “Príncipe, es necesario optar entre la cesión y la muerte. Si de aquí a media noche no habéis reconocido a vuestro padre por vuestro rey legítimo y no lo hacéis saber en Madrid, seréis tratado como un rebelde.
La amenaza de muerte surtió efecto, porque todos estaban convencidos de que Napoleón era capaz de llevarla a cabo; a la mañana siguiente, Fernando VII renunció a la Corona en favor de Carlos IV. Lo que no sabía es que, el día anterior, el padre rey había cedido a Napoleón la Corona de España “como a la única persona que en el estado a que han llegado las cosas puede restablecer el orden”. Las condiciones estipuladas fueron el mantenimiento de la integridad del reino, su independencia y la conservación de la religión católica.