La Navidad será siempre un día de esperanza,
de misterio y de fe.
Cada cual tendrá su gruta, la que ha ido
cavando en el fondo de su corazón, y necesita
reformar, limpiar e iluminar todos los años. Cada
cual, su regalo: el íntimo, el personal, el silen-
cioso, el de las heridas cerradas y rencores
olvidados. Cada cual, su lámpara para calentar-
nos en Dios... y su aceite para ir curando, suavi-
zando y derritiendo ternura entre los muchos
que lloran en la Navidad.
La noche de Navidad debiera ser más para
compartir con los pobres y con la familia que
para ostentar con los ricos; más para prodigar-
nos con nuestros semejantes que para meternos
en el vértigo de las calles y las fiestas; más para
que Dios nos acompañe que para entrar en ese
mundo ajeno y extraño donde se aumenta la
nostalgia, se entristecen los recuerdos y
muchas veces nos sentimos tan solos.
¿Donde y cuándo vas a dar a Cristo el apretón
de manos y la entrega del corazón en esta Navi-
dad? No olvidemos que es día de llenarnos de
Dios.
De sacar cuentas.
De estrecharnos las manos.
De abrir las alforjas.
De mirarnos tal cual somos.
De recordar a los que faltan.
Y pedir perdón, ¡Esa es la Navidad!