¿SE PUEDE PERDER EL AMOR?
Obviamente sí. Se puede amar intensamente a alguien y dejar de quererle. Se puede llegar a no querer a una persona que ha sido incluso muy querida, más aún, conyugalmente querida. ¿Cómo es esto posible? Precisamente porque el amor es cosa de la voluntad y el acto más propio de la voluntad es el querer, que es libre: queremos siempre lo que queremos querer. Somos libres porque podemos querer y además querer nuestro propio querer, o no quererlo. No nos cansaremos de repetirlo: somos libres porque podemos querer –en un sentido serio y profundo- lo que queramos. Por eso el matrimonio no se rompe "porque ya no le quiero". Porque el matrimonio, en rigor, no estriba tanto en el amor, como en el compromiso asumido libremente de amarse, es decir, de querer siempre "quererle" (al cónyuge). Como esto está siempre en poder de la libre voluntad, dejar de querer, cuando uno se ha comprometido de una vez por todas a querer hasta la muerte, es siempre un acto culpable. Justamente en la medida en que somos libres, somos responsables de nuestros quereres y de nuestros no quereres. Se puede pasar por momentos difíciles, pueden modificarse ciertas cualidades del otro, pueden alterarse de modo imprevisto las circunstancias en las que se desarrolla la vida matrimonial. Pero esto es precisamente el matrimonio: el compromiso de ser fiel al amor (al "otro yo") pase lo que pase. Los sentimientos pueden hallarse perturbados. Pero ni el amor ni el matrimonio estriban en sentimientos, sino en el querer. Amar es querer al otro en su dimensión más personal e íntima, en su calidad de "otro yo", es decir, en cuanto es un yo (persona) distinto y diferente a mí; en cuanto que es él ( hombre/mujer, mi marido/mi esposa). En este sentido riguroso, nadie desea la "fusión" con el amado. Uno no quiere "perderse" en el amado como el hindú en el "todo". No deseamos desaparecer y alcanzar la insensibilidad del nirvana, sino vivir intensamente con, en y para la persona amada. 4
No queremos ir al Cielo a "disolvernos" en Dios, sino a ser nosotros mismos " en Dios", gozando personalmente ("yo", no "otro", o "ninguno") de toda la Verdad, la Bondad, la Belleza, la Sabiduría y el Amor que es Dios. Ante Dios "cara a cara" se es más "yo" que nunca, porque El nos ha creado precisamente por amor a nuestro "yo" tal como es, es decir, "yo" y no "otro". Y quiere llenarlo no de vacío insensible sino de vida eterna y divina. Ahora bien, ninguna criatura es Dios. Y esto tan obvio ha de pensarlo el que se casa. El matrimonio no es el Cielo. Pero es un camino que lleva al Cielo, si se sirve según su naturaleza y más aún si –como sucede en el matrimonio cristiano-, se vive como sacramento. Para que la vida matrimonial sea un caminar hacia el Cielo –y por ello un cierto anticipo de la bienaventuranza eterna-, es preciso cuidarlo, digamos más bien, "mimarlo". ¿Quién no recuerda la canción "el que tenga un amor que lo cuide, que lo cuide..."? Si no se cuida el amor, si no se quiere querer, el amor se pierde. No se rompe el matrimonio, porque lo ha hecho Dios y lo ha hecho irrompible, pero sí que el amor se esfuma. Ahora bien, cuando –lejos del egoísmo-, se quiere querer, entonces se quiere con obras son amores- de entrega personal y espíritu de sacrificio. Esas obras, esa entrega, ese espíritu de sacrificio es menester ponerlo, ante todo, en la convivencia cotidiana; más aún que en el trabajo y en las relaciones sociales.
. EL AMOR (...) ES CIERTAMENTE EXIGENTE
Su belleza está precisamente en el hecho de ser exigente, porque de este modo constituye un verdadero bien del hombre y lo irradia también a los demás (...). Es necesario que los hombres de hoy descubran este amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia; un fundamento que es capaz de "soportarlo todo
JOSEFINA PALMA SALGUEIRO.
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