Durmiendo con el enemigo
No te cases con él, me dijeron mis padres hasta el cansancio.
Tenía 19 años y estaba enamorada, me imagino que lo estaba del amor, de la idea de casarme y formar una familia, o bien, de un día entrar a la iglesia vestida de novia. En el fondo presentía que algo no estaba bien, pero Marcos, de 25 años, era muy agradable, bien parecido, de mucho mundo, con muchos amigos, con carrera y, según presumía, con maestría. "Mis papás están locos", me decía cuando argüían que Marcos tenía otra clase de educación. Así que a pesar de la advertencia de mis padres –¡cómo no los escuché!–, me casé.
Pero justo al día siguiente de la boda el príncipe se convirtió en rana. Gracias a los regalos de mis abuelos y tíos pudimos ir a Europa de luna de miel. Una mañana en el esperado París, las humillaciones comenzaron. Con la boca abierta me desperté de un sueño de niña querida y mimada, para amanecer dentro de una amarga pesadilla que duró muchos años debido a mi cobardía. ¿Con qué cara podía ver a mis padres?
Con su trato y desprecio, Marcos me hacía sentir ¡tan poca cosa! Me hizo creer que nunca podría salir adelante por mi misma, me amenazaba con mil cosas, incluso con quitarme a mis dos hijos. Después descubrí que él nunca antes había viajado, que nunca cursó una maestría, que siempre me fue infiel, entre otras mil mentiras más. Su tipo de violencia no era física sino callada, sutil y por debajo del agua. En sociedad se comportaba como un rey, pero bastaba cerrar la puerta de la casa y todo cambiaba, ¡hasta su tono de voz!”
La violencia narrada es verídica y sucede muy a menudo, la sufren más mujeres de las que quisiéramos creer o de las que nos imaginamos. No es física, no deja huella; es del tipo psicológico emocional y se presenta en cualquier nivel socioeconómico. La conducta del agresor llega a mermar a tal grado la autoestima de la mujer, a serle tan familiar, que ésta se adapta y conforma.
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