EL MITO DE
SISIFO
Sísifo es uno de los
personajes más interesantes de la mitología griega. Vencedor de la Muerte,
amante incondicional de la vida, Sísifo engañó a los dioses para escapar de los
Infiernos y por ello fue condenado por Zeus a un castigo cruel por toda la
eternidad: debía subir a fuerza de brazos una gran piedra hasta una cumbre del
inframundo. Pero cada vez que el desdichado llegaba a la cima, la roca se le
escapaba de las manos y rodaba por la ladera hasta abajo. No le quedaba otro
remedio que descender y recomenzar su esfuerzo, sabiendo que nunca sería
coronado por el éxito.
Esta lucha
indefinidamente recomenzada, en una eterna rotación de pesadilla, simboliza el
absurdo de una búsqueda sin esperanza. La figura de Sísifo se ha evocado siempre
como paradigma de una tarea extenuante y descorazonadora. Albert Camus le dedicó
una de sus obras, en la que imagina al hombre como un Sísifo feliz, que, en
medio de la aridez y la monotonía de su vida cotidiana vislumbra que su
existencia no es ni más ni menos absurda que otras, sino una vida como cualquier
otra. Camus propuso la figura de un hombre frío, conocedor de ese supuesto
absurdo de la vida y buscador infatigable de placeres que puedan dar algo de
dicha a su existencia. Esa figura ejerció una notable fascinación para las
generaciones salidas de la Segunda Guerra Mundial, y aún hoy, más de medio siglo
después, es una imagen que late dentro del corazón de muchos que buscan con
ansiedad en el placer un poco de calor que suba la temperatura de sus
vidas.
Con frecuencia, al
ansioso del placer se le ha adornado con una aureola romántica, como si fuera un
galán que busca en abrazos sucesivos un difícil encuentro con el amor. Pienso
que la realidad es bastante más prosaica. El ansioso del placer es, más bien, un
hombre triste que ha comprendido la esterilidad de su búsqueda, pero que no
puede o no quiere cambiar de camino. Sabiendo que no puede saciarse por la
"calidad", se entrega a la "cantidad", a una cadena de goces rápidos y
epidérmicos. Son apegos y pasiones que carecen de lirismo, y hay en ellos una
especie de frialdad naturista que casi reduce sus afanes al plano del instinto.
Recuerdan el castigo de Sísifo. Recomienzan sin tregua un juego que saben vano,
destinado a un constante fracaso. Han pretendido engañar a la naturaleza, como
Sísifo lo intentó con los dioses del Olimpo, y el castigo siempre acaba por
llegar. Quien ha dejado que la búsqueda ansiosa del placer se establezca en su
interior, y permite el quebranto de las exigencias éticas de la naturaleza,
tarde o temprano se encuentra, como Sísifo, luchando con denuedo en una tarea
extenuante y desesperanzada. Lo que al principio había imaginado como un edén,
como una dicha constante basada en el libre y apasionado disfrute de los
placeres, ha acabado en una dolorosa decepción. La prometida fiesta resulta un
engaño, y aparece implacable la terca realidad, el mal que se ha instalado, que
se ha hecho fuerte dentro de uno mismo. Se creía quizá enamorado de muchas
cosas, y descubre que satisfacer su egoísmo ha acabado por ser su mayor
preocupación.
El egoísta se
encuentra un día, antes o después, con el tormento de no saber amar y de no ser
amado. El placer ocupa demasiado su mente, sus intereses. Le lleva a actuar de
un modo que, luego, a solas consigo mismo, le avergüenza profundamente.
Comprende entonces el engaño que se ha colado en su corazón, escondido tras la
sombra de unos placeres que había querido ver como inofensivos e incluso buenos.
Algunos buscan entonces refugio en placeres mayores, o que aporten algo de
novedad respecto al tedio en que han caído, pero fracasan de nuevo, porque el
egoísmo es un animal voraz al que no se puede dejar crecer en nuestro corazón
porque entonces nos devora por dentro. En lugar de la inocencia, del paraje
delicioso y encantador que nuestros ojos habían visto y deseado, aparece un
horizonte como el de Sísifo, falto de esperanza, sórdido, en el que nunca llega
a desaparecer una voz que nos dice que nos hemos equivocado.
A todos nos pasa un
poco lo que a Sísifo, en mayor o menor medida, en algún ámbito de nuestra vida:
con el afán de poseer, de figurar o de poder; o con el refugio en la pereza, la
lujuria, el alcohol, o lo que sea. Pero hay, por fortuna, una diferencia. Sísifo
no podía abandonar su absurda e inacabable repetición. Nosotros, en cambio,
podemos abrir los ojos a la verdad y decidirnos a cambiar.