El
tercer hijo de María Zhuravliova nació en 1858. Era una cosa pequeña, un bebé
que no tenía brazos ni piernas.
Su padre no estaba
en casa: había partido a las guerras del Cáucaso. El pope del pueblo acudió a
bautizar al bebé. Lo llamaron Gregorio. Los parientes no se lo podían explicar:
los dos padres eran sanos, sus dos hermanos mayores, también. ¿Por qué este niño
era así?
— Es una pregunta
para los médicos –respondió el pope–. Pero yo, como hombre de Iglesia, creo que
es culpa del demonio: quizá él sabía que Dios predestinaba a este niño a
convertirse en un gran general u obispo, y por eso el Maligno le quitó piernas y
brazos. ¿Quién sabe?
El tío del niño,
que hacía de padrino, al recibir al bebé para secarlo después de ser sumergido
en el agua bautismal, gruñó:
— ¡Vaya niño! Solo
tiene una boca y nada más…
— No sabemos qué
planes tiene Dios para él –le regañó el pope–. Por lo que a su boca se refiere,
con ella también se pueden hacer grandes cosas. La boca no sólo sirve para
comer. Dice la Escritura que “en el principio existía la Palabra”. Ya verás:
quizá tú no le darás a él de comer, sino que será al revés.
El pequeño Grisha
fue acogido por su familia, y también por su padre, cuando volvió de la guerra.
Le hicieron un carrito especial. Sus hermanos lo llevaban a todas partes. El
niño siempre estaba alegre y risueño y pronto se ganó el amor de todos los
vecinos de Utiovka, a 1.200 kilómetros de Moscú, en dirección a
Siberia.
El diácono del
pueblo venía a casa a enseñarle a leer y escribir. El niño, apoyando el pecho
contra la mesa y con un lápiz entre los dientes, con esmero escribía letras. Y,
descubrieron con asombro, el pequeño Grisha también dibujaba. Sus vecinos a
menudo le veían tumbado en el suelo, con un carbón en la boca, esbozando gente,
animales, árboles…
Grisha, aquel niño
alegre y tan especial, a menudo pedía a sus hermanos que le llevaran a la
iglesia. Ellos lo elevaban allí frente a cada icono, y el pequeño miraba las
imágenes sagradas, les hablaba y las lágrimas corrían por sus
mejillas.
Años de
formación
En 1873, Grisha era
un chaval inteligente de 15 años, y sus vecinos y el gobernador de la provincia
de Samara lo mandaron a estudiar con sus hermanos al colegio de la capital
provincial. Les pagaban los estudios y el alojamiento. Los otros alumnos, tras
vencer sus reservas contra el nuevo compañero minusválido, le amaron. Les
sorprendía su constante alegría y su fuerza de ánimo, tan distintas de los
altibajos de humor de los niños "normales”.
Allí, en Samara,
Gregorio conoció a los pintores de iconos del taller de Alexey Seksiaev. La
atmósfera del taller, lleno de imágenes santas y olores a pintura, le llenaba de
alegría. Un día se atrevió a mostrar a los pintores sus esbozos. Los papeles
pasaron de mano en mano y se oyeron exclamaciones de aprobación. Así Gregorio
fue aceptado en el taller y empezó a aprender el duro oficio de la iconografía
más fina.
Los iconos se
pintaban para ser vistos a la luz de las velas, en las iglesias, y por eso se
realizaban bajo una iluminación especial. El dueño del taller puso a Grisha en
una mesa especial, con correas para sostener su cuerpo encima de las tablas, le
dio un quinqué de tres mechas y colgó encima de la mesa una esfera de cristal
llena de agua que reflejaba la luz del quinqué y lo transformaba en un rayo
potente. Esa sería su luz.
El hermano de
Gregorio aprendía lo que no podía hacer el muchacho sin brazos ni piernas:
fabricaba las tablas, preparaba las pinturas y la amalgama de oro. A Gregorio su
hermano le ponía el pincel en la boca, y el joven pintor empezaba a perfilar
rostros, manos y dedos, las imágenes de los santos y la Biblia.
Espasmos
musculares
Era un trabajo muy
duro: la tabla tenía que estar horizontal para que no goteara la pintura,
mientras que el pincel tenía que llevarse perpendicularmente a la superficie.
Con los ojos tan cerca de la tabla y colgado sobre el icono, en un par de horas
Gregorio estaba exhausto. Le venían espasmos musculares a la mandíbula por el
esfuerzo prolongado. Para sacar el pincel le tenían que aplicar compresas
calientes en la cara. Pero el dibujo salía recto, firme y fino. Otros, con las
manos, no podían pintar como Gregorio con los dientes. [A la izquierda, uno de
sus iconos, que representa a "San León Papa de Roma"].
Pasaron los años.
Terminado el colegio y el aprendizaje en el taller, Gregorio y sus hermanos
volvieron a Utiovka. Allí Gregorio siguió pintando iconos por encargo. Ahora la
gente hacía cola para conseguir sus iconos. Además de su finura y belleza, se
trataba de imágenes "no hechas por la mano humana", lo que les daba un toque de
santidad añadida. La fe decía a los vecinos que un minusválido sin piernas ni
brazos, si conseguía pintar un icono en tan duras condiciones, era por la acción
de Dios.
La lista de espera
para los encargos era de años enteros. Gregorio empezó a ganar dinero, organizó
un pequeño taller propio, preparó a un par de ayudantes y se llevó consigo a su
tío, su padrino de bautizo, viudo y envejecido para entonces. Se cumplió la
profecía: el anciano tío fue alimentado por el sobrino sin brazos ni
piernas.
Para el año 1885,
en Utióvka comenzaron a construir un templo dedicado a la Santísima Trinidad. A
Gregorio le invitaron a pintar los frescos de la nueva iglesia. Para que
sostenerle debajo de la cúpula, se fabricaron unos andamios especiales, según un
croquis del mismo Gregorio. Su cuerpo, colgado en correas, podía moverse así en
todas las direcciones. Con él trabajaban su hermano mayor y otro ayudante que le
movían, preparaban las pinturas y le daban los pinceles. Era un trabajo en
posición incómoda, durante horas. Sólo una constante oración a Cristo y a la
Madre de Dios le sostenía.
Llagas y
dolor
Las correas le
provocaron llagas en la cintura, los omóplatos y la nuca. Los labios se
agrietaron, los dientes delanteros se desgastaron y su vista disminuyo
muchísimo. Cuando, después de una jornada de trabajo agotador, Gregorio no podía
ni tomar bocado de tanto dolor en la boca, su hermana lloraba: “Es que eres todo
un mártir, Grisha”. A la solemne consagración del nuevo templo Gregorio no pudo
venir por enfermedad.
Un día vino al
pueblo un mensajero del gobernador con una carta muy especial: el ministro de la
corte imperial le invitaba a Gregorio a San Petersburgo. Como siempre, Gregorio
se puso en camino con sus hermanos. En la capital todo el mundo quería
conocerle: desde los coleccionistas de arte que peleaban por encargarle iconos y
médicos ansiosos de estudiar su caso de minusvalía hasta estudiantes de bellas
artes y curiosas damas de la corte.
Finalmente le
visitó el emperador Alexander III con su esposa la emperatriz María Fedorovna.
Alexander se sentó al lago de Gregorio, y la emperatriz comentó a su marido en
francés: “Que cara tan agradable de soldado tiene”. La gente que estaba con
Gregorio mostró a la pareja imperial los iconos del artista y regalaron uno a la
emperatriz. El zar pidió que Gregorio le dejara ver cómo trabajaba. Tras
visitarlo en su taller, le besó en la frente y le regaló su reloj de oro. Al día
siguiente, con un decreto especial, a Gregorio se le asignó una pensión y
carruaje de por vida.
Pintar,
cantar, jugar
Gregorio con sus
hermanos estuvieron tres años en la capital y luego volvieron a su pueblo natal.
La vida de pueblo era sencilla: a primera hora iba a la iglesia que había
pintado él mismo. Recordaban los vecinos que a menudo iba rodando por la hierba
desde su casa hasta el templo que estaba al lado, prescindiendo de la ayuda de
nadie. Allí cantaba con su voz limpia y potente. Tenía encantados a los críos
del pueblo y a menudo, para divertirles, tomaba un látigo con los dientes y lo
movía produciendo chasquidos ensordecedores. Después, desayunaba y pintaba un
mundo puro y santo, libre de bajezas y debilidades humanas. Así, en las tablas
de tilo y ciprés, su talento regalado por Dios, daba vida a un Evangelio en
colores.
Gregorio pintó
muchos iconos. Fue famoso en toda Rusia y en otros países ortodoxos. Pero en
1916, durante la guerra con Alemania, enfermó y notó que su alegría de siempre
le iba abandonando. En un sueño tuvo una revelación: “pronto ya nadie me
necesitará ni a mí ni a mis iconos”. Murió poco después.
Llegó la
Revolución, que debía liberar al hombre de la superstición religiosa. Los
comunistas destruyeron el campanario y aplastaron la tumba del pintor con los
vehículos-oruga de los excavadores. Los bicheros bolcheviques arrancaron los
iconos de las paredes de su iglesia. Como fue habitual en la Unión Soviética,
buscaron una nueva utilidad al templo: almacén de verduras.
Los iconos,
para hacer colmenas
Por la noche, en
secreto, los comunistas llevaron los iconos de madera de la iglesia al abejar
del koljós, para fabricar colmenas. Pero se salvaron de milagro: el apicultor
Dmitri Lobachiov, también en secreto, repartió los iconos entre los pueblerinos,
que le trajeron un número correspondiente de tablas y escondieron las santas
imágenes, pintadas sin mano humana, de la persecución comunista.
El régimen
comunista que debía transformar el mundo duró 70 años. En 1989 la iglesia de la
Santa Trinidad fue devuelta a la comunidad ortodoxa. La administración comarcal
asignó dinero para restaurar el campanario. Trajeron ocho campanas. En la mayor
de ellas, en honor al pintor, estaba escrito “Gregorio”.
Los iconos
escondidos durante decenios empezaron a regresar al templo. Algunos volvieron
heridos. Así, una imagen que, gracias a su decoración típica dorada había estado
en un museo de colegio, llevaba marcas de profanación y tenía un aspecto
lamentable. Otro, tan grande que no cabía en una pared de casa pueblerina,
estaba cortado por la mitad.
Una de las vecinas
más antiguas de Utiovka pudo indicar el lugar del entierro de Gregorio. Hoy en
su tumba se erige una cruz ortodoxa. Los paisanos del pintor promueven su
canonización. La fama de santidad ya la tiene, se está a la espera de los
milagros. La voz popular ya le ha dado categoría de protector celestial de su
tierra.
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